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Relato de Babia - Luis Mateo Díez

LUIS MATEO DÍEZ Relato de Babia ÍNDICE Introducción 3 Verdad y ficción de Babia 3 Relato de Babia 10 I Contar y escuchar 11 II Fulgor de Badavia 14 1 14 2 15 3 16 4 16 5 17 6 18 7 18 III La vida trashumante de Benigno Álvarez 20 IV Las Babias, un itinerario 24 VALLE DEL LUNA 24 LA BABIA BAJA 25 LA BABIA ALTA 29 V Filandón 34 VI La alzada de Cesáreo Alba 46 VII Sacaberas, duendes y cristalinas 48 LA SACABERA 48 EL POTRO DEL MORISCAL 50 LOS CORALES 52 LA MALDICIÓN 54 BARRUMIÁN 55 EL DUENDE DE LA VEGA 58 VIII Adelaida Valero, la superviviente 60 Introducción Verdad y ficción de Babia En el conjunto de la obra de Luis Mateo Díez, uno de los más lúcidos y magistrales de nuestros narradores actuales. RELATO DE BABIA ocupa un lugar fundamental por encerrar claves definitivas para el entendimiento del resto de sus novelas. Pero para poder desvelar esas claves conviene darse cuenta de que RELATO DE BABIA es una obra singular y engañosa. Singular, porque en nada se parece, al menos a primera vista, al resto de la creación de Luis Mateo Díez y porque tampoco en nada se asemeja a cualquier otra obra española contemporánea. Y engañosa en numerosos y riquísimos sentidos, de los cuales el principal concierne al género en que se la puede y debe clasificar, tema éste que nada tiene de ocioso o académico, ya que el género de una obra, como se sabe, más que un recurso taxonómico constituye una dirección de lectura, pues según sea su género así varían nuestras intenciones de lector, nuestros prejuicios, nuestras expectativas. No leemos de la misma manera el documento antropológico que la obra de ficción, y la indicación de «autobiografía» bajo el título de una obra nos impone una tensión especial en la lectura. He mencionado el documento antropológico porque el lector sufrirá probablemente la tentación (otro efecto de la inevitable tendencia a clasificar genéricamente toda obra) de acercarse a este RELATO con intenciones antropológicas. RELATO DE BABIA no es más que lo que su mismo título indica, un relato, una ficción. Pero una ficción ejemplar, una ficción verdadera, si se me permite el oxímoron, esa irresoluble conjunción de opuestos, pues en ella se narra un pasado mítico (Babia, sus gentes, sus tradiciones) del que nace un presente verdadero (la obra de Luis Mateo Díez). Nos hallamos ante la novela de un novelista, ante el relato de cómo se forjó la imaginación de Luis Mateo Díez, con la salvedad de que de la realidad de esa imaginación tenemos como testigos las numerosas ficciones que ha engendrado, desde el Apócrifo del clavel y de la espina hasta Las horas completas. Y entre esas obras de ficción debemos situar también este RELATO DE BABIA, obra que recuerda de manera singular a la «escena originaria» postulada por Freud, escena entre real y fantasmática, con los padres de protagonistas, que el niño cree observar en su infancia y de la que se pueden derivar importantes consecuencias en su vida futura. Obviamente, el contenido sexual de la escena originaria en nada se parece a lo que se narra en RELATO DE BABIA, pero en ambas «ficciones» se mezclan memoria y deseo y ambas comparten esa naturaleza imaginaria de la cual se desprenden acontecimientos verdaderos. RELATO DE BABIA se compone de ocho partes, de ocho voces que entonan una melodía —el misterio del narrar y del leer— que por su cotidianidad hemos dejado de escuchar y damos por entendida con irreflexiva premura: este relato constituye una indagación en los orígenes del narrar, siendo, al mismo tiempo, homenaje a la magia de la ficción y fruto de esa magia. En las páginas de este libro se crea y recrea a Babia, tierra tenida por muchos como mítica: y si alguien la tenía hasta ahora por verdadera, este relato le hará ver su error. Como en el resto de sus ficciones, Luis Mateo Díez ha tomado lo cotidiano y lo ha convertido «en alegoría de alcance universal» siguiendo el ejemplo de neorrealistas italianos como PRATOLINI, BASSANI y, sobre todo, PAVESE, de quien a Luis Mateo Díez fascina «ese encuentro de un mundo mítico a través de lo rural..., esa recreación personal y vivida del mundo de los mitos» , su territorio literario, afirma, se asienta en la memoria entendida «no como un elemento que me sirve para recuperar desde la nostalgia un tiempo perdido, sino como ese espacio indeterminado en el que a mí se me ocurren las historias y en el que se asientan y toman forma mis obsesiones de narrador» . En la primera de las partes que constituyen RELATO DE BABIA, «Contar y escuchar», Luis Mateo Díez rinde homenaje al filandón, originaria experiencia literaria y fuente de su posterior quehacer literario: «Mi aprendizaje de lo imaginario está en lo oral» , en esos filandones a los que el escritor pudo asistir cuando niño y que MENÉNDEZ PIDAL, testigo presencial, en su tiempo, de esas reuniones de vecinos, describe así: «En toda esta región norteña, cuando las faenas del campo y de la matanza se han acabado, desde noviembre hasta marzo, se reúnen los vecinos en una o varias casas del pueblo, las mujeres para hilar, los hombres para algún trabajo de cestería, de madreñas o de ruedas de carro. En la amplia cocina los viejos se sientan junto al fuego, las mozas arrimadas a la pared, de pie, para hilar con más soltura; los mozos rondan el pueblo cantando, y visitando varios hilanderos. Cuando la conversación decae, se lee la vida de un santo o una novela, pero preferentemente se abre paso la tradición, con cuentos o con cantos» . La primera creación, la primera «ficción» (verdadera, en el sentido indicado) de Luis Mateo Díez consiste en hacer del filandón una escena originaria, en convertirse en hijo literario adoptivo de esa ceremonia, razón por la cual nos la presenta como ceremonia iniciática, pero en la que otro leonés, cien años antes que Luis Mateo Díez, sólo puede ver, con superioridad rayana en el sarcasmo, una costumbre pintoresca: «Excusado será el decirte que en estos filandones nunca faltan historias y cuentos maravillosos narrados por las viejas al amor de la lumbre, pero lo que no se te ocurrirá de seguro es que he oído contar a un alcalde muy respetable todas las proezas de los doces pares y de su emperador Carlomagno. Figúrate ahora qué relación para un aldeano» . Lo que Luis Mateo Díez ve como una experiencia originaria, para Gil y Carrasco resulta una curiosidad; o, mejor aún, en lo que Gil no sabe ver más que costumbrismo, Luis Mateo Díez quiere percibir orígenes y esencias: pero cada uno a su manera impone su perspectiva sobre una «realidad» de la que ambos están irremisiblemente excluidos, Gil y Carrasco por pertenecer, literalmente, a otro mundo y Luis Mateo Díez por la quiebra insalvable que separa al mundo oral del mundo literario. En un libro admirable, Orality and Literacy, WALTER J. ONG recoge y avanza los descubrimientos que se han hecho hasta el momento acerca de la relación entre culturas orales y culturas «literarias». Todo apunta a que el paso a la literacy, a la escritura, implica un cambio total en la visión del mundo, en la organización mental y en el modo de funcionamiento de la memoria. En una cultura primordialmente oral, señala Ong, y en radical oposición a la estructuración del mundo que impone la escritura, el pensamiento (y la expresión) descansa totalmente en una memoria formularia, procede por adición más que por subordinación, es agregativo más que analítico, es redundante y copioso, conservador y tradicionalista, asimila toda experiencia al contexto vital inmediato, se destaca por su carácter agonístico y público frente al mundo interiorizado por la escritura, funciona por «simpatía» y participación más que a través de la objetivación y la distancia, es situacional más que abstracto y, finalmente, busca un equilibrio permanente con las necesidades del momento por lo que la memoria en las sociedades orales descarta aquellos elementos que dejan de tener relevancia en el presente . Esta sima entre sociedades orales y sociedades de escritura separaría a Luis Mateo Díez de ese mundo del filandón y de la narración oral que él ve como origen primigenio de su obra si su reconstrucción de Babia tuviese pretensión antropológica. Pero, una vez más, debemos ver que el autor de RELATO crea esa Babia a la medida de sus necesidades, por lo que importa poco la distancia insuperable entre la tradición oral de la Babia real y el mundo de la escritura de Luis Mateo Díez, como tampoco tiene importancia alguna el hecho muy probable de que el escritor haya podido reorganizar el material grabado del que se sirve en esta obra o, por supuesto, que esos personajes cuya voz es «traducida» («trasladada») a la escritura puedan a su vez estar inventado sus historias. Pues lo que une a este RELATO con el mundo de lo oral es, sobre todo, esa concepción de la memoria como constante recreación en función del presente: memoria corno invento, memoria como olvido. Las perspectivas encontradas que GIL Y CARRASCO y Luis Mateo Díez tienen sobre la experiencia del filandón ayuda no solamente a iluminar lo que Babia representa para Luis Mateo Díez sino que va a permitirnos un desvío necesario para aclarar la situación del autor de RELATO DE BABIA con respecto al costumbrismo y realismo, términos aplicados por la crítica a sus novelas con excesiva e impremeditada frecuencia. El costumbrismo decimonónico, desde FERNÁN CABALLERO a PEREDA, es un intento de rectificar las deformaciones de la visión pintoresca de España que tienen los extranjeros (La gaviota, Los españoles vistos por sí mismos) o pinta lo desdeñado por el historiador (MESONERO), pero a través de la tipificación, sin análisis psicológico; es un espejo de inclinaciones y ofrece modelos de virtud a seguir (FERNÁN CABALLERO) o puede constituir una crítica moral y social (LARRA); a partir de la observación directa, y con mirada nostálgica y conservadora, tiene la pretensión de fijar, con exactitud y verdad, tipos y costumbres que están desapareciendo. El costumbrismo tanto abrió el camino a la gran novela de GALDÓs, CLARÍN y doña EMILIA PARDO BAZÁN como degeneró en la caricatura folclórica en autores cuyos nombres no merece la pena mencionar, pero cuya nómina se extiende hasta bien entrado el siglo XX. El costumbrismo de Luis Mateo Díez, si de tal cosa se puede hablar, nunca describe el presente, y lo único que podría tener en común con el costumbrismo decimonónico sería el atender a lo despreciado por el historiador. Por otra parte, a diferencia de los escritores «realistas» de nuestros años cincuenta y sesenta, sus novelas no narran mundos contemporáneos al momento de la escritura sino épocas pasadas; y si bien predomina en sus novelas el pasado reciente — la década de los cincuenta —, parecería que el escritor elige ese momento porque en esos años transcurrió su infancia, edad por excelencia de la fábula, más que por afán de denuncia o testimonio. En Las estaciones provinciales, la más «realista» en apariencia de sus novelas, se ofrece más una visión de un León intemporal que la denuncia de ciertos comportamientos . En sus novelas posteriores, las ciudades de nuestro escritor se convierten en algo cada vez más abstracto, perdiendo incluso el nombre en Las horas completas, su última novela hasta el momento, mientras que en La fuente, aunque siga utilizando materiales y escenarios leoneses los desplaza a esa región mítica de las montañas poblada de personajes soñadores. Si bien el mismo Luis Mateo Díez ha calificado su obra de «realismo metafórico» debemos entender que con ello alude a que su novela parte de elementos de la realidad cotidiana para alcanzar esa dimensión «alegórica», «metafórica», universal en suma, que caracteriza a toda gran literatura, pues a fin de cuentas ese mismo paso de lo local a lo universal se da no sólo en PAVESE o PRATOLINI sino en CERVANTES, JOYCE, PROUST, FAULKNER o GUIMARÁES ROSA. Y si un autor tan lúcido como Luis Mateo Díez utiliza con insistencia el término «realismo», para estar a la altura de su lucidez debemos ver en esa insistencia un cierto guiño avieso hacia esos novelistas que, por un mal entendido afán cosmopolita y terror incontrolado a la palabra «tradición», acaban escribiendo novelas bizantinas, cuya futilidad deja en evidencia la brevedad de su estancia en la memoria del lector. Sabino Ordás, ese apócrifo tan verdadero creado por Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino, reivindica lo leonés únicamente para denunciar «su ocultación» no para añadir un lugar más a la lista de nacionalidades sino para abrirse al mundo en dos sentidos: en primer lugar, en una apertura espacial debido a que, a su modo de ver, León no se puede entender si no se la encuadra en el mundo de la antigua Gallaecia, en ese territorio cuyas fronteras vienen marcadas por «el Cea y el Duero, al Este y Sur, y el Océano, al Norte y Oeste» (pág. 175), territorio que abarca «un mundo más amplio que las cuatro provincias gallegas y la ovetense, nacidas en 1833» con la reforma administrativa de Xavier de Burgos (pág. 172): frente a las fronteras de la administración o del nacionalismo estrecho, un mundo mítico. La segunda forma de abrirse al mundo postulada por Ordás consiste precisamente en reivindicar una historia común para ese mundo, una intrahistoria que constituiría su esencia y origen, y que se edifica y pervive por medio de la palabra y la narración oral. No resulta difícil percibir en este mundo mítico una ampliación espacial del mundo cerrado de Babia: idéntico deseo mueve las visiones de Luis Mateo Díez y Sabino Ordás, idéntica ilusión de llegar a lo universal desde la aceptación de lo particular inmediato, idéntica ficción de orígenes y esencias. En cualquier caso, RELATO DE BABIA está más cerca de la idea de «intrahistoria» unamuniana que de cualquier costumbrismo o realismo, pero también en ese caso se da una diferencia fundamental, pues si la «intrahistoria» de los pequeños hechos de la vida cotidiana que perviven en siglos de tradición quiere erigirse en alternativa más verdadera que la historia oficial, no hay en ese cuadro que de Babia nos presenta Luis Mateo Díez intención de historia sino de leyenda: mientras que la intrahistoria es la historia que pervive en el presente, Babia es la tierra del pasado, el reino de los sueños. Reanudemos nuestro recorrido por RELATO DE BABIA. A la primera sección, «Contar y escuchar», sigue «Fulgor de Badavia», historia de Babia que se remonta a sus principios geológicos y culmina en el siglo XVI con la liberación de la región del dominio de los condes de Luna sin que, dato muy revelador, nada se nos diga de la historia posterior de Babia. Claramente, Luis Mateo Díez no pretende ofrecernos un testimonio objetivo, histórico o antropológico de ese reino de Babia, sino que detiene el tiempo de la historia de Babia en un pasado remoto, de la misma manera que todos los testimonios que de Babia nos ofrece van a caracterizarse por su insistencia en un pasado ancestral o en personajes y costumbres desaparecidos. Es este el caso de la siguiente parte, «La vida trashumante de Benigno Álvarez», relato en que un antiguo pastor trashumante rememora los avatares de ese oficio, prácticamente desaparecido en Babia, como también a un mundo ido nos refieren los otros dos testimonios individuales que se nos ofrecen en RELATO DE BABIA, «La alzada de Cesáreo Alba» (capítulo quinto) y «Adelaida Valero, la superviviente» (capítulo octavo y último). De nuevo una comparación con el testimonio anterior de Gil y Carrasco ayuda a esclarecer la visión de Luis Mateo Díez. Gil y Carrasco nos ofrece un cuadro plenamente romántico-costumbrista cuando describe el ciclo completo de la vida del pastor trashumante combinando la descripción con una valoración del pastor como ser fuerte, sencillo, bondadoso y cercano a la naturaleza, al tiempo que en la vida trashumante ve un destello de originalidad, pintoresquismo y poesía: «El pastor trashumante es uno de los destellos más vivos de originalidad que brotan de este suelo poético y pintoresco» . En claro contraste, Luis Mateo Díez deja la palabra al pastor, quien rememora no un cuadro inocente y pintoresco sino una vida dura, en una narración que nos remite a una vida pasada y primigenia de la que se destila una sabiduría antigua: «Esto no me lo tome como que me quiero hacer el valiente, que los restos de aquellas hazañas bien me pesan. Como ahora me veo es herencia de tantos trajines y de alguna que otra imaginación calenturienta. Eres joven y todo parece posible. Luego las ilusiones son como esos pañuelos de las despedidas. «¡Si recapacitáramos cuando hay tiempo!» . En «La alzada de Cesáreo Alba» un antiguo vaqueiro de alzada da cuenta de los pormenores de esa curiosa costumbre de ponerse una familia todas sus pertenencias a cuestas a la entrada del invierno y emigrar a tierras más llevaderas hasta el retorno del buen tiempo. Debe estar claro a estas alturas que en la evocación de personajes como el pastor trashumante o el vaqueiro de alzada no guía a Luis Mateo Díez un afán de hacer antropología cultural sino de crear una «Babia» del pasado que no debemos confundir con la Babia de los mapas . Sigue «Las Babias, un itinerario», recorrido físico pormenorizado por todos los pueblos y rincones de la Babia Baja y la Babia Alta, visión a primera vista de total objetividad cartográfica pero que, una vez más, muestra las huellas del deseo que mueve a Luis Mateo Díez no a hablarnos de una posible Babia real sino de esa Babia mítica en la que se origina su ficción: junto al dato meramente descriptivo, el escritor evoca un paisaje antiguo y desmedido o desliza a la menor ocasión la referencia a la naturaleza primordial del paisaje babiano, hasta el punto de terminar este capítulo con una cita de las Bucólicas de Virgilio (página 79). Y cuando hace referencia concreta a la habitación humana se detiene con especial predilección en las ruinas de las antiguas casas señoriales: «Hacia la vega, donde el valle se abre, está el palacio de los Flórez con el pradón aledaño, del que siegan más de cien carros de hierba. Es una hermosa casona-palacio de finales del siglo XV o comienzos del XVI que se encuentra en la actualidad en un grado límite de abandono: corroídos sus interiores entre el polvo y la podredumbre, acumulados los escombros en las estancias, donde la decrepitud corrompe los objetos que no sucumbieron en los expolios: las húmedas sombras de un tiempo antiguo sepultado sin ninguna piedad» . Nada existe en Babia a la medida del hombre de hoy; todo está por encima de nosotros en su desmesura geológica invita a la recreación intemporal de lo bucólico: la ruina del pasado es la única huella de lo humano. La Babia de Luis Mateo Díez es una tierra, precaria y gigantesca al mismo tiempo, que pide ser poblada de ensueños, y el lector de La fuente de la edad reconocerá en el paisaje de montaña de esa novela no sólo nombres (La Omañona) derivados de la geografía que circunda a Babia (limitada al sur por el valle del río Omaña) sino también las ruinas y la grandeza geológica de esa región . No podemos extrañarnos, por lo tanto, que una vez inventado este paisaje a la medida de la fábula, la sección siguiente, «Filandón», consista en un ejercicio narrativo en que a la vez se rememora lo que fue el filandón y se pone en práctica esa costumbre, al ofrecérsenos la transcripción de un filandón al que asistió como testigo el escritor. El carácter metaliterario de esta sección, si es permisible utilizar tal término en este contexto para indicar que ese filandón tiene tanto de experiencia narrativa como de reflexión sobre lo que era el filandón, es una nueva derrota hacia lo ido. Sigue, en sabia construcción narrativa, una sección titulada «Sacaberas, duendes y cristalinas» en la que se nos ofrecen seis relatos oídos por Luis Mateo Díez en filandones y que él transcribe y recrea. Esas seis narraciones, «La sacabera», «El potro del Moriscal», «Los corales», «La maldición», «Barrumián» y «El duende de la vega», recordarán al lector las leyendas populares tan de moda durante el romanticismo y no sería difícil encontrar relatos parecidos en el archivo narrativo de las tradiciones populares de occidente, especialmente las de los países nórdicos . Se cierra el libro con el capítulo más impresionante, «Adelaida Valero, la superviviente», narración autobiográfica que podría servir de cifra y resumen de todo el RELATO DE BABIA. Adelaida Valero sabe de manera intuitiva y profunda que el entorno inmediato puede ser y es también lo más universal, que no hace falta emprender viajes para verlo y comprenderlo todo («... el mundo es lo que nos rodea a una pedrada de casa») (pág. 135), a la vez que delimita ese espacio intemporal y mágico del mundo de ficción del que Babia, la Babia que Luis Mateo Díez crea, constituye el paradigma: «la vida de antes es la mía, porque yo pienso que una vida quieta así, es como si dijéramos una vida eterna, una vida donde el tiempo es como siempre del pasado, como si se estancara» (pág. 137) . Estas palabras de Adelaida son aplicables a la ficción de Luis Mateo Díez con la salvedad indispensable de no ver en el escritor ni costumbrismo ni nostalgia por un mundo ido o detenido en el pasado. No. Estas palabras pueden servir para describir no la visión personal de Luis Mateo Díez, que está más allá de la nostalgia, sino su concepción más amplia del universo de la ficción. Todavía vivimos y pensamos la ficción, sin darnos demasiada cuenta de nuestros prejuicios, siguiendo el paradigma que surge a comienzos del siglo diecinueve y que nos constriñe a ver la novela como un espejo o imitación de la realidad o como una escuela de enseñanza o concienciación (con el corolario de que la novela pueda ayudar a cambiar la realidad); y la alternativa que a lo largo del siglo veinte compite con la anterior, la autonomía del arte, la visión de la obra como fenómeno puramente estético, también surge con el romanticismo, también se constituye como uno de los mitos fundacionales de eso que llamamos modernidad. Ese mundo detenido, intemporal, de Adelaida Valero, no es más que el mundo mágico de la ficción, del que el filandón, ejemplo supremo de lo local universal, constituye un símbolo perfecto. Escuchemos de nuevo a Adelaida: «Y en invierno hacíamos una cosa que se llamaba filandón, en tres o cuatro casas, después de cenar, en las cocinas... Romances cuántos contaban los viejos, y coplas y cuentos y las historias más peregrinas, esas de cuando el mundo todavía no lo era ni los prados y las vegas habían aparecido en Babia» (pág. 138). Inmersos en una forma de ver el mundo que nos viene impuesta por la escritura y por la ciencia, no podemos desligarnos de la idea de verdad como adecuación del concepto a una supuesta realidad referencial. Heidegger, en su Origen de la obra de arte, entre otros escritos, nos ofrece una alternativa en que la verdad es algo más complejo y desusado, no un ajustamiento a una referencia exterior que tendría la prioridad y frente a la que nuestras ideas se miden, sino una verdad como desvelamiento, como reinvención constante. Prisioneros de la razón instrumental, proyectamos sobre la ficción los parámetros con que nos hemos acostumbrado a percibir la «realidad» y hemos perdido de vista lo que ese mundo extraño, pero que se nos ha convertido en demasiado familiar, tiene de peculiar. Excesivamente acostumbrados a ver en el arte simplemente belleza autónoma o semejanza con la realidad, nuestra tarea como lectores debería consistir no en comparar en qué y cómo se parece la ficción a la realidad —a la que, además, concedemos el impensado privilegio de servir de baremo—, sino en la diferencia que las separa: el pensamiento de esa diferencia deberá llevarnos a cuestionar las relaciones entre ficción y realidad, que damos por asumidas y entendidas. Y tal vez entonces deberemos crear un término menos engañoso que «ficción», una palabra nueva que nos deje ver que «ficción» no equivale a mentira, que lo que entendemos por realidad tiene mucho de ficción y que, a su vez, lo que denominamos ficción nos tiende una verdad más rica que la engañosa y limitada verdad instrumental de la que somos prisioneros. La obra de Luis Mateo Díez se desarrolla en ese oscuro territorio en el que se entrecruzan realidad e imaginación, memoria y ficción: RELATO DE BAI31A explora de manera explícita cómo la realidad alimenta a la imaginación y cómo la imaginación construye la realidad, cómo la memoria es fuente de ficción y cómo la ficción edifica la memoria . Luis Mateo Díez no encuentra sus «orígenes» literarios en la exterioridad de un tiempo pasado, de un espacio remoto o de un mundo oral sino que esas son figuras de las que él se vale en este RELATO para crear sus orígenes: en el principio (de la memoria) fue la escritura. Esa es la lección, no pequeña, de este RELATO DE BABIA, recreación de esa tierra mítica en la que se instala el escritor en el acto de la creación y que nosotros habitamos en el momento de la lectura. Hay una Babia real, quién lo duda, pero esa no es la Babia de que nos habla Luis Mateo Díez. Su «Babia» es el paradigma de la ficción y su «relato» no nos ofrece una visión costumbrista o nostálgica de esa tierra, sino que nos devuelve a los orígenes y la verdad de la ficción. ÁNGEL G. LOUREIRO. RELATO DE BABIA Para Gonzalo, Jaime y Jordi que vinieron por primera vez a Babia. Sentimos un disgusto natural ante la desaparición de costumbres curiosas y ceremonias pintorescas, que han conservado hasta una época a menudo juzgada estúpida y prosaica, algo del sabor y lozanía de tiempos de antaño, algún soplo de la primavera del mundo. J. G. FRAZER, La Rama Dorada. ... El autorretrato de cada pueblo no está construido con piedras, sino con palabras, habladas y recordadas: con opiniones, historias, relatos de testigos presenciales, leyendas, comentarios y rumores. Y es un retrato continuo, nunca se deja de trabajar en él. Hasta hace relativamente poco tiempo, los únicos materiales de que disponían un pueblo y sus habitantes para definirse a sí mismos eran sus propias palabras habladas. El retrato que el pueblo hacía de sí mismo, aparte de los logros físicos fruto del trabajo de cada cual, era lo único que reflejaba el sentido de su existencia. JOHN BERGER, El sentido de la vista. I Contar y escuchar Enserió al hombre la Naturaleza las varias inflexiones del lenguaje y la necesidad nombró las cosas. LUCRECIO, De la naturaleza de las cosas Babia es una de mis palabras originarias. Una palabra que nombra un mundo de la realidad y de la fantasía: un mundo geográfico situado con sus límites comarcales y con sus gentes y sus paisajes, y un mundo imaginario que nadie sabe con exactitud cómo se apropió de ese nombre verdadero para trasplantarlo a ese otro orden del mito y la leyenda. Babia, corno Jauja y otros topónimos que comparten esa duplicada referencia al nombrar tierras de la geografía real y de la fantástica, conserva la aureola misteriosa, el prestigio de la invención, Y lo conserva alimentado por la extendida creencia en su inexistencia, ya que el patrimonio mayor de su conocimiento es el fabuloso, el mítico, y no son muchos, más allá de nuestras fronteras y aun dentro, los que saben que hay un país, de modestos límites comarcales, que se llama Babia, situado en un tramo del valle del río Luna, al noroeste de la provincia de León. La presencia de una tierra así, que remite a mi memoria más antigua, a ese ámbito donde la infancia asienta su conocimiento mítico del mundo, de las cosas, marca irremediable mi lejano y primigenio aprendizaje de lo imaginario. Lo marca, al menos, con la referencia de esa misteriosa dualidad de ser consciente de estar habitando un mundo verdadero que, a la vez, es fabuloso: un mundo del que tú tienes todas las certezas pero cuyo prestigio está cimentado en la mentira de la ficción y el sueño. De esa consciencia, de esa recatada lucidez, parte mi aprendizaje de lo imaginario, de la propia metáfora que envuelve secretamente a la palabra que nombra la tierra de mi infancia. El concebir mítico de la infancia —decía Pavese —es, en definitiva, un elevar a la esfera de acontecimientos únicos y absolutos las sucesivas revelaciones de las cosas, por medio de las cuales éstas vibran en la conciencia como esquemas normativos de la imaginación afectiva. Así cada uno de nosotros posee una mitología personal que da valor, un valor absoluto, a su mundo más remoto, y reviste las pobres cosas del pasado de una luz ambigua y seductora donde, como en un símbolo, parece resumirse el sentido de toda la vida. Babia es, en una medida muy perdurable, el territorio de mi imaginación afectiva, ese mundo remoto y simbólico donde reposan las pobres cosas del pasado, guardadas con la codicia de algún recuerdo idílico, aferradas también a esa otra idea de pérdida que la vida procura sin remedio, sobre todo si aceptamos —con Rilke— que la infancia es la patria perdida del hombre. Mi aprendizaje de lo imaginario está en lo oral y, junto al fulgor de esa palabra secreta que deposita su huella en los paisajes de la realidad y de la invención, hay otras muchas palabras escuchadas antes que leídas, ceñidas a la costumbre de la voz que cuenta, anónima y efímera, pero lastrada por la herencia de una tradición imperturbable, en las noches vecinales de mi mundo más remoto, cuando la fascinación de oír una historia, de escuchar un romance, promueve acaso por vez primera el encantamiento de hacerlo. Yo podría asegurar de este modo que la más originaria de mis experiencias literarias, la que alcanza una mayor distancia en mi edad y en mi memoria, se distingue muy viva entre otros muchos recuerdos infantiles, en esa lejanía de paisajes que, cuando ya están definitivamente perdidos, porque el tiempo los arrumbó, parecen más soñados que verdaderos. Es una experiencia que me sumerge en el doble juego del que cuenta y del que escucha, en la emoción de algo muy intenso y primitivo: el acomodo de unas horas en las que, huyendo de la longitud del invierno, se acude a ese lugar donde se conserva el rescoldo de la hoguera, la herencia del fuego, el lar que alienta y alumbra la vida de cada casa. Un seductor espacio donde se hará propicia aquella imaginación afectiva que nos pertenece y nos reconcilia con lo que somos y con lo que otros soñaron que seríamos. Es la estancia de una reunión que se produce, noche tras noche, con la seguridad de la costumbre, no como algo accidental, sino con ese indeclinable sentido ritual de las reuniones vecinales. Una cita al amor de la lumbre, cuando ya todas las labores están hechas, pacificados los establos, y tendido el tiempo en el suelo como el más manso de los animales. Ese es el momento de contar, de escuchar, de remover la memoria vecinal que, como un viejo arcón, guarda los sucesos, las anécdotas, los cuentos, las leyendas, los romances, las canciones, el patrimonio de las pobres cosas de la vida y de su sabiduría. Una forma, al fin, de luchar contra ese enemigo del hombre que siempre nos derrota: el tiempo. De luchar celebrando la memoria que es —como dice Gesualdo Buffalino— un caballero misterioso y amigo que nos asiste y con cuyas armas combatimos la inexorable caída, el precipitarse en el vacío, en la oscuridad, en el olvido. La memoria que nutre esa imaginación afectiva que nos llevó a congregarnos, a descubrir la complicidad de la fabulación como un recurso para hacer más perdurables las noches y las palabras. Como infantil testigo de esas tradiciones orales, de su hábito y de su escenario, encuentro mi más originaria experiencia: la más antigua emoción de la palabra como instrumento narrador, como herramienta para transmitir algo más que un recado. Esa embargada atracción de la narración oral, que enlaza con igual intensidad al que cuenta y al que escucha, hilando al narrador con el pasado, y suscitando en el que escucha el cumplimiento de su herencia hacia el futuro. Lo más antiguo es esa emoción, la ilusión más o menos imposible, de una suerte de encantamiento que se graba como modelo de mi descubrimiento y aprendizaje de lo imaginario: una emoción infantil compaginada con la presencia de esa infancia de la literatura que sobrevive en la oralidad. Siempre me ha quedado de ese vivo recuerdo, tan fácil de enaltecer, un sentimiento de emulación y medida. Algo que yo podría aceptar en la vibración de mi conciencia como esquema normativo de la ya reiterada imaginación afectiva a que se refiere Pavese, en lo concerniente a ese orden de lo imaginario, a esa huella primigenia de como lo conocí y lo sentí, ya que mi posterior condición de escritor puede muy bien, y yo así lo creo, estar ligada a esa huella, a esa fascinación remota. Nunca podría olvidar la intensidad de aquel encantamiento de la narración oral y siempre intentaría emularlo como atributo inmediato, casi como imposible conquista para la sugestión de mis ficciones. Como esa meta o modelo para avalarlas en su resplandor, y adecuado conducto para cautivar a quien a ellas accediese, para seducir al lector y sumergirle seducido en el interior de las mismas. Cierta guía lejana permanece, a la vez, como pauta en el recuerdo. La medida de lo que se cuenta, el ejemplo de esa medida que podría sustituirse por el concepto más razonable y acaso convencional de lo que es una estructura narrativa, algo que de manera tan espontánea como poco académica uno se atrevería a describir o definir como la percha donde se cuelga lo que se está contando. La desnudez extrema del relato oral hace propicia la compaginación también extrema de la estructura narrativa del mismo y de las palabras en que se vierte: del cauce y de las aguas en que el relato navega. Algo que se relaciona con la potencia límite de esa desnudez, donde afloran en intensidad paralela las ideas narrativas y las palabras narrativas, coordinándose para encontrar un equilibrio tan primordial como directo e imprescindible. Podríamos decir que el equilibrio de la naturalidad. El que la estructura y la voz vayan al pairo del relato, como inventándose mutuamente o requiriéndose a la vez, es el mayor aliciente de esa norma primigenia, y la ejemplaridad de la misma estriba en su eficacia, en la precisión que debe alimentar la medida del relato, su expresividad eminentemente utilitaria. Ese modo originario de contar estaba, obviamente, más en las cercanías del relato mítico que cualquier otro y, en igual lógica, hereda esa sabiduría antigua que le es propia, esa aureola de la leyenda, de la cosmogonía, de la palabra inaugural. A esa herencia pertenece, en el ámbito de mi particular memoria, Babia como mundo y como palabra, y no quiero soslayar el ejemplo que para mí representa. Esa especie de espejo donde mi personal experiencia de lo literario se refleja, compaginada con el orden más antiguo de lo que alguien llamó infancia de la literatura: el espacio preliterario de la oralidad, que precede a la complejidad y el artificio de lo que será la literatura escrita. En mi intención de regreso a lo que Babia es y significa hay una decisión de no olvidar el espejo primigenio de la voz narradora, de la que soy deudor, con el convencimiento de que su ejemplo vitaliza y realimenta toda opción renovadora que yo pueda emprender. Y porque, como también decía Pavese, tras reconocer que las palabras son nuestro oficio, todos sentimos que vivimos en un tiempo en que se hace necesario volver a llevar las palabras a la sólida y desnuda limpieza de cuando el hombre las creaba para servirse de ellas. II Fulgor de Badavia Éstos son los primeros sistemas que ofreció la Naturaleza, por los cuales verdea toda clase de selva, frutales y bosques sagrados. VIRGILIO, Geórgicas. 1 ¿A dónde llevar la mirada originaria de esta tierra, que desvele en el tiempo su rostro remoto, el nacimiento de sus arroyos, cuetos y calladas, por la distancia oculta de su pasado? Podrías soñar la luz primitiva en las amotinaciones del Secundario, cuando dicen que las albas cresterías del Fontán y Ubiña Grande alcanzaron la mayor altura y fortaleza, erigidas como proas sobre el diluvio del mar rompiente. O el rumor de las eclosiones en el Boquerón de Ventana, la sierra enervada como el lomo de un rebeco desde la Peña Orniz a los Cuetos Albos, la infancia agreste del Formeirón, el Fuexio y los Michos Blancos. Soñar la nieve cuaternaria en las cimas de Rabín y Peña Larena, donde la luz alumbraría como una candela en los lentos amaneceres. E imaginarte el acontecer de las florestas. El verdor erizado de los altos, donde surgirán los puertos, el cuenco extendido de las llanadas que formarán los depósitos aluviales donde se estamparán las vegas. Así, como brotando de la simiente de ignoradas constelaciones, que estrecharon su abrazo en el paisaje informe, rompiendo desde la misma entraña de sus raíces devonianas y carboníferas, entre el fuego y el frío del más antiguo clamor, comenzaría esta tierra a perfilar los rasgos de su rostro. Acaso entonces se abrieron sus fuentes, al ímpetu de las aguas vauclusianas, crepitaron las guérgulas en un remanso de cristales líquidos, lamieron la tienta pradería de los cotos boyales, hasta el tapiz de las flores mayas. Brotaron de la entraña de la tierra, que ya se había acomodado a la transición de las estaciones, y serían la fuente del Abedul, la fuente de la Braña, la fuente de los Corros, la de las Brujas, la de las Cristalinas, la de Michán. Todas deudoras de sus peñas y de sus espesuras, alimentadas en las venas interiores del nevero, que mantenía su semblante perenne por las cimas. De aquel silencio primitivo, de aquella agreste serenidad, queda hoy como un eco en las mismas alturas y hondonadas. Sigue surcando el otano los parajes otoñales con el murmullo de la erosión, afilando la voz en las fanas, tendiéndola como un silbo sobre las cervunas y las salgueras. Y vuelve el cubanon con sus templados presagios cuando la nieve cuaja en la helada, portando el anuncio de la lluvia necesaria. Se sucede en la noche invernal la siembra de los falampos que posan, como en la antigüedad, su oronda blancura en las horas sosegadas de la nevada, siempre rotas por la falisca del amanecer. Bajo el vuelo del águila zapiquera, una mancha heráldica de rumbos circulares en el cielo primaveral, brillan las florestas con la luz del cercano amanecer, que tanto rememora la luz más remota. El aroma de las menudas vegetaciones de tomillos rastreros, gamones y gencianas, hierbas de la salud, flores de malva, espinos del gavanzo y mantequeras mayas, inunda los campares y los ribazos. Y se hermanan en los bosques, que talará el tiempo, los arces y los chopos, los robles y los tejos, los pláganos y los fresnos, los abedules y los capudres, los prunales y las hayas. 2 Tendrías que soñar siguiendo el vuelo del águila, en el propio círculo horadado por sus ojos altivos, para alcanzar un pedazo de memoria antigua, donde la vida mostrase los rasgos cotidianos de algún pueblo ancestral. Esas huellas humanas de pobladas vicisitudes que se afincaron por los Oteros. El cobijo de bandadas presurosas, cazadoras y guerreras, ávidas como alimañas en la difícil ley de la supervivencia. Los Castros con las hogueras aquietando el nocturno de sus gentes, aquellos astures augustanos dueños de esta tierra, mientras la voz de los mayores rememoraba la ley y el pálpito de los dioses, y las miradas de temor y vigilancia de los niños se perdían en la boca abierta de los valles. Otero de Quintanilla, Otero de Riolago, Otero de Fluergas, Peña Castro, Castillo Griego, Pico Castro, Cantulurrio, Castro Lutarieto, Castriechos, señales hendidas en el tiempo. Solares erguidos corno túmulos de los que manan como el agua del pasado las hachas, las cuentas del collar, las agujas, las cadenillas, las flechas y las fíbulas, y sobre los que tantas veces se alzarán las ermitas para cristianizar el aposento de los dioses tutelares: los de la Bruma y el Trueno y el sacrificio de las aras que la lluvia borró. Y un día, con mayor urgencia que nunca, cundió la alarma por los ámbitos de aquellas habitaciones montaraces. Al batir de las hogueras fue el mensaje corriendo por los Castros. Era un enemigo común y extranjero el que llegaba a tender su mano invasora, después de haber sometido a los pueblos del llano. Ascendían sus columnas guerreras Luna arriba, por las roderas y los escobios, enlazados los puntos de un amplio abanico de premeditada estrategia y nutridas legiones. Y dicen que fue ahí, en la blanca cresta de Ubiña, donde las olas del mar jamás podrían acercarse, en las bravas escarpaduras de Ventana, por esas inmediaciones en las que avizoran los pastores el vuelo de los gaviluchos, donde las gentes de todos los Castros se guarecieron para la última defensa. Dicen que los campamentos romanos se establecieron para concertar un asedio prolongado que llevase a los fugitivos a la desesperación. Desde Torre, Torrestío, Torrebarrio, los Cuetos de la Torre de Candemuela y otros puntos, comenzaron las legiones de Antistio a hostigar a las gentes escondidas en las breñas, a las familias hambrientas que buscaban la propia muerte en el veneno, o unos a manos de otros, antes que entregarse. Y se consumó el asedio en esa especie de suicidio heroico, y por las peñas y los calveros fueron luego descubriendo los invasores el gesto atroz de los cadáveres, la sangre derramada en las hojas de los fleitos. 3 Podrías detenerte sobre el murmullo de las cumbres, al ritmo del pausado vuelo del águila zapiquera, en el oscurecer, desde ese blanco balcón de Ubiña, para que el sueño y la memoria te acogiesen entre las sombras, esas que nunca dejaron de regresar desde los orígenes. Hubo un momento en que por vez primera una pluma de ave escribió en los rodados pergaminos medievales esa voz: Badavia, que es el nombre antiguo que retiene, en su secreto, los ecos de una mayor lejanía, el primigenio misterio de la palabra inaugural, que se posa sobre la frente de esta tierra para nombrarla. Por allí el surco de la voz prendida en la tinta sepia que se marca en el pergamino, la constancia de su legado que seguirán repitiendo otras escrituras medievales, como una corriente que acarrea la voz por la memoria polvorienta de los sucesivos documentos. Tal vez fue la pluma de un faisán, abatido en el bosque donde todavía corren los rumores jóvenes del Sil: la pluma de azuladas irisaciones bruñida por la luz silvestre de Cuvalancho. Y acaso un monje de aquel perdido monasterio de Santibáñez la retuvo en su mano, contemplándola un instante, antes de perfilar las letras de Badavia con esa delectación de los iluminadores. Ruta, senda, camino, itinerario de los ancestrales moradores, calzada romana por el valle del Luna, río arriba, en la dominación. Vía de paso por Ventana hacia las tierras llanas. Badeavia, valle de la vía: la voz que parece remitir a tantos tránsitos, a tantas ideas y regresos, expediciones repobladoras, mesnadas, cortejos de nobles y reyes. Y también solitarios caminantes a quienes quería orientar aquella campana de la Venta de Porcinero: faro de bronce en las noches de torvisca y lobos, cuando toda senda parece conducir al corazón helado del valle donde aguarda la muerte blanca. 4 A la sombra del Roble Secular llegaron los vecinos de esta tierra recién nombrada, patriarcales herederos de las gentes de los Castros, que vieron a otros pueblos, vándalos, suevos, batallar por las fronteras montaraces, que acogieron su huella y su legado sin borrar la memoria más antigua. Llegaron de las llanadas y de los puertos, de las chozas y de los acabañamientos, abandonando por unas horas la labor de los linares y el pastoreo, unidos para fundar el Concejo, para formalizar el compromiso de su vecindad y darse la ley que avalase su justicia y sus costumbres. Tenía el Roble Secular, allí en el vértice del bosque, en algún lugar cimero de la Badavia, ese prestigio de los emblemas vegetales, como si la añosa sabiduría de las generaciones se filtrara en sus ramas y en sus hojas, y a su sombra pudiera uno recibir la mágica reverberación del patrimonio de los antiguos. Sentados a la rueda por el orden de su representación y edad, concertaban en el Concejo los usos estipulados, las previsiones para mantener su cumplimiento. Decidían las veceras, los aros con los amojonamientos para no exceder el límite de los pastos, las frontadas, la preparación de las monterías contra las alimañas depredadoras, el mantenimiento de los callejos con el cebamiento a punto para entrampar al lobo, el cuidado de los mastines y la mejora de su casta extinguiendo a los gozques, la conservación de presas y vanzadas con sus sangraderos para regar huertos y navares, la guarda de los frutos, el reconocimiento de los machos para seleccionar a los padres y privar a los demás de la genitura, la inspección de los hornos y las piérgolas para prevenir incendios. Concejos libres que aunaban las libertades de las gentes de Badavia, la vida del común, que se fortalecían con las Pueblas y los Privilegios Reales: los documentos que ayudarían a refrendar esa libre decisión de tierras y voluntades de los vecinos, que luego los señores feudales tantas veces pondrían en peligro. 5 Dicen que la memoria feliz de Badavia, la arcadia pastoril de los albores medievales, se tiende en la pacífica sucesión de sus estaciones, perdida en los siglos como un mar sosegado. Acaso de esa paz, enaltecida en la luz de las este-nadas y en el verdor de sus campas, viene el prestigio de sus estancias, la sugestión de sus parajes, a donde los reyes y cortesanos viajaban para evadirse de sus tribulaciones. Esa memoria feliz se rompe con algunos sobresaltos, que presagian la posterior rapacidad de los señores. Sombras depredadoras, alzadas en las leyendas del miedo y del expolio, cuando los Concejos se ven sometidos a las torvas espuelas de las alimañas feudales. Algunas escrituras, prendidas como esos malos recuerdos que no se diluyen, nos acercan nombres y sucesos en la crónica descarnada. Como el de aquel sangriento gobernador llamado Fromerico Sandíniz que por sus territorios de Luna y Badavia asesinó a Albano Didaco y a otros, robó y saqueó las humildes haciendas, corrompió a las doncellas, y tuvo que huir del reino para refugiarse en Castilla, encontrando luego un injusto perdón real que le permitió regresar a sus lares. Llegaron los imperativos requerimientos de aquel primer señor de Luna, don Diego Fernández de Quiñones, cuya memoria es como una mano negra, y vieron los Concejos de Omaña, de la Lomba, de Badavia y de Laciana, invadidos sus territorios, avasalladas las posesiones por las violentas huestes del conde, cuyas enseñas ondeaban bajo la impune prepotencia de su oficio de merino mayor de Asturias de Oviedo. El oficio del que la voluntad real sólo pudo privarle ofreciéndole a cambio cinco cuentos de maravedíes y el señorío de los lugares de Badavia de Yuso y Badavia de Suso. Era el yugo de la desolación y del agravio, y vieron los vecinos declinar sus ánimos en los Concejos sometidos, mientras clamaban por la vigencia de sus privilegios y cartas: los venerados documentos en muchas ocasiones robados por los sicarios del conde, después de atormentar y asesinar a quienes los guardaban. 6 Debió de ser aquella herencia de libertad legada por los antiguos, la exaltación popular de ese preciado bien, que era lo más sagrado del patrimonio de las gentes de Badavia, lo que movió a los Concejos a la lucha sostenida de sus razones, sometidos por el oprobio de la violencia pero jamás derrotados en su orgullo, obcecados en encontrar la justa sanción real en sus demandas contra el conde. El sueño frío de esta tierra, dormida en el dolor de la desgracia con las tierras hermanas que la limitan, quedó escrito en un documento, el Memorial de Agravios elevado a la consideración real, donde las quejas, que nunca son lamentos, enhebran, con la velada contención de las palabras estrictas, la niebla de las pesadillas de los vecinos, el rumor salpicado de indignación ante tantas humillaciones. Es una voz colectiva, acusatoria y lacerada, la que expone la larga relación de las afrentas, la que recorre las acumuladas ignominias, nombrando términos, montes, pastos, ríos, propiedades, que el conde tomó para sí contra toda justicia. Con apremio obligaba a los hombres y mujeres de los Concejos, a sus costas y misiones, a trabajar en la reparación de sus propiedades, en la edificación de sus torres, sin darles de comer ni pagar nada. El vino que se acediaba en sus bodegas y el trigo que se pudría en sus graneros se lo obligaba a comprar como bueno, castigando y hasta matando a los reacios. Por la fuerza se llevaba a los vecinos y moradores a las asonadas que entablaba con sus enemigos, obligándoles a abastecer de sus casas el pan cocido para su despensa. Hasta los puertos de mar les enviaba en el invierno para traerle frutos y pescados a cuestas y, entre tanto, sus gentes y hombres de armas mataban y comían las vacas, los carneros, las aves y les bebían el vino sin pagar cosa alguna. Por sus heredades propias, que a ellos pertenecían y labraban, les exigía el cuarto de cuanto pan cosechaban cada año. Metía ganados extranjeros en los puertos, que eran pastos del común. Hacía cañadas por las heredades, perturbaba los libres derechos de los vecinos para pescar los ríos y cazar los montes. Establecía pontazgos, prohibía el matrimonio de labradoras con hijosdalgo, burlaba y escarnecía las viejas costumbres de celebrar bodas y bautizos. Lograron los Concejos romper el yugo de los condes de Luna tras cien años de resistencia, y volvieron los vecinos de Badavia a refrendar el vínculo de su vecindad a la sombra del Roble, unidos bajo el símbolo de su vida solidaria, proclamando sobre el triunfo de su lucha y sus razones el único señorío establecido entre ellos y el poder real: el señorío de sus propios Concejos. 7 Hay como una huella de nieve en el recuerdo primitivo de esta tierra, un rastro de humo que mana de las hornas en los amaneceres del pasado. La luz velada del albor iluminando las camperas silvestres, donde pacen aquellas vacas grandes, de pesada ubre. El rebaño desperdigado por las laderas, hasta el seto de las lamas, como un tropel de manchas quietas vigiladas por el mastín, Una huella de nieve prendida en el rastro de la memoria, que se confunde con el rastro del sueño. El fulgor de Badavia regresa en la herencia de cada día, como esa iluminación que ampara todo lo que esta tierra ha seguido siendo a través de las generaciones. Es el fulgor de las cosas primigenias que la componen, de la materia enaltecida de sus parajes, de los gestos extinguidos de sus gentes. Y acaso podrías alcanzar con el vuelo del águila ese ámbito de mágicas contemplaciones, entre simas y cumbres, desde el que puede observarse el rostro eterno de Badavia. Entonces comprenderías mejor el hecho de que a esta tierra la hayan convertido en una metáfora, que la incitación a estar en ella sea como el reconocimiento de su mito: la feliz y nostálgica ausencia que proporciona su belleza. III La vida trashumante de Benigno Álvarez Oh, Zeus, acoge esta ofrenda de leche y miel dulce; nosotros somos pobres pastores y no podemos disponer del rebaño ajeno. Que este fuego que arde aleje las desgracias y, así como se cubre de espirales de humo, nos cubra a nosotros de nubes. CESARE PAVESE, Diálogos con Leucó. Yo soy nacido aquí, en Torre, y criao entre las ovejas, porque de doce años salí de la escuela, que estaba doña Carmen Figuera Giner, la valenciana aquella, dando clase aquí, y me fui de zagal y nunca más volví a coger un libro. Y sin nada estaba y sin nada me quedé, porque no sé ni contarles bien. Pero, al fin y al cabo, salí de esa edad y ya conocíamos el tren, porque antiguamente cuando mi padre, que en paz esté, era pastor, echaban veintiocho días desde aquí a Extremadura para hacer el recorrido, la trashumación. Y llegaban allí y había unas costumbres que respetar: que hasta que no pariera el ganao, que venían a parir por el veinte de noviembre, había que estar en un cerrito haciendo majadales, mejorando la tierra, sin ir al chozo nunca. Eso en vez de cobijarse en los chocitos que había, unos chocitos de monte o de teja o, en fin, las casas estas de grandes ganaderías empezaron a hacer casitas primero, pero un chozo bastante apretado, para cinco o seis hombres, y allí comíamos todos juntos y allí se hacía la vida relativamente junta. Y esa era una costumbre que la hicimos perder una vez que iba yo como llegando a la quinta. Empezamos a decir: pero, bueno, ¿esto qué es? Está el chozo ahí cerca y no poder ir al chozo ni de día ni de noche, y estar aquí a la clemencia de Dios, lloviendo, a la intemperie. Allí hacíamos el pastoreo, cuidar el ganado, hacer los apartos, hacer las divisiones del ganado, y ya venían las parideras, se hacían las parideras. Si no había mucho campo se mataba la mitad de los corderos. Y la madre se la arrimaba a otro, con la piel del cordero suyo que se le quitaba. Había que quitársela y empellicar el otro, vestirlo. Todos los corderos no los eran capaces de desarrollar, porque para todos no había leche. Ahora ya es otra cosa, porque se da pienso el necesario y se cría todo lo que hay. Ahijar las ovejas, que se dice así, ahijar, es lo que estoy contando. Parían y había que conocer cada cordero de la oveja que era. Y luego, al hacer la matanza de los corderos, hoy diez, mañana veinte, según iban naciendo, pues había que ir quitándolos porque si no se quedaban, como decíamos, trespellones, sin leche, y se morían. Y eso es bien difícil. Hay que ir por la mañana, temprano, porque los pastores madrugábamos mucho, sí señor. Y hay que sacar las madres de aquellos corderos y esas madres hay que conocerlas para decirle: éste con aquélla, esta otra con aquél, si no desde luego no hace usted más que un lío. Esa es una de las gracias que realmente hay que tener, la de los conocedores. Así había que hacerlo. Cada cordero mamaba de dos ovejas y se empellicaba para que la que no era su madre lo cogiera. Y por la mañana había que quitársela, y quitársela con algo de esmero, con algo de modelo, en fin, engañarla, que por la mañana el cordero había que desvestirlo y dejárselo allí, y había ovejas que decían: ¿pero qué ha pasao aquí?, ¿qué ha pasao? Y es que la oveja no trabaja con la vista, trabaja con el olfato. Tiene usted un cordero blanco y le pone usted uno negro y lo quiere, si el olfato anda bien. La engaña usted así. Pero luego puede haber también un caso, que al sacarle por la mañana y estar ya sin piel la madre diga: éste no es el cordero mío, y hay que arrimárselo. Porque en el olfato de la piel está el secreto. De aquí de Torre a la trashumación iba mucho personal. De Torre, de La Cueta, Quintanilla, Peñalba, La Majúa... De aquí se salía por el Rosario, por primeros de octubre, para llegar allí en noviembre. Eso a la provincia de Cáceres, que a la de Badajoz había que ponerle otros once o doce días. Y se iba por cañadas conocidas, que eso en varios sitios ya se ha perdido. Hay una cañada que sale de Mérida y viene por Trujillo, viene a Plasencia, a Baños de Montemayor y Béjar, a Salamanca, Zamora, Benavente, y luego por el Páramo, Camposagrado, y subía la cañada hasta los puertos de Saliencia, que están de Torrestío para arriba. Y había otra por Ciudad Rodrigo. Y otras más. Luego venían a juntarse, porque había cordeles de veinticinco varas, de cuarenta y cinco varas, y el Cordel Real de noventa varas, que se han perdido ya, han desaparecido, sí señor. Salían los rebaños a primeros de octubre, los rebaños con todo el equipo de personal. Unas mil trescientas o mil quinientas cabezas y cinco hombres. El rabadán, el compañero, que era el que iba siempre a la cabeza del rebaño llamando a los mansos para que entren por aquí o salgan por allí. Esos mansos hay que enseñarlos al pan, que dan trabajo, y hay que tener afición y hay que tener constancia. Bueno, el mayoral que era como el general de todos los rebaños, y el rabadán jefe de cada rebaño, de mil quinientas cabezas, vamos a suponer. Luego el compañero, que ya dije, el ayudante, luego el segundo ayudante y ya el zagalillo. Cinco, el zagalillo, el más jovencito que hubiera. Y aproximadamente cinco perros mastines, leoneses. Porque tiene usted Soria, Segovia, que yo creo que el ganado merino trashumante ha salido primitivamente de Soria, pero ya los perros no los tienen ni los sorianos ni los segovianos ni los burgaleses. Y hacen cruces, pero mastines como los de aquí no había, aunque ahora la raza ha degeneran. Nosotros tuvimos también un perro sambernardo, lo compró don Enrique y lo tuvimos algunos años de padre en la finca, sin traerlo a la trashumación. Y se criaron tres camadas de él, una de ocho, otra de cuatro y otra me parece que de tres. Y de las tres camadas, quince cachorros, sólo uno se pudo aprovechar. Con los lobos sí luchaban, vaya que sí. Allí por la parte aquella de Cáceres y Badajoz había mucho lobo, porque hay unas serranías bastante pronunciadas y llenas de monte, jara, lentiscos y cosas de esas, y había mucho lobo. Y cuando la guerra, pues que han desaparecido. Y ya vuelve a haber algo, pero poco. Por aquí hay quien dice que sí, que crían en La Majúa, en el Bedolar de La Majúa y mucho en Laciana. Y, sin embargo, por la parte de Saliencia y Torrestío, por ahí es el oso y, amigo, ése si no le daban tiempo los mastines que lo ventearan antes de llegar a las ovejas, como le dejaran aproximarse al corral, ése hacía carne. Llegaba a las ovejas y los perros por aquí y por allí, mucho jau, jau, jau, jau, y le andaban rededor pero nada más. Ahora, si lo venteaban lejos, entonces sí, huía. A los rebaños, sí señor, les solían seguir los lobos de cerca, pero de desgracias con pastores que yo sepa no se han dao casos. También venía el butre, que debe tener buen olfato. Donde quede una oveja muerta que esté abandonada, ya tiene allí los butres, y el cuervo, que ese señor nunca falta. Yo he servido siempre con el conde de Campos de Orellana, o sea, los Grandas de Don Benito, el conde de Oliva, vaya, que todavía se dice aquí: pues vienen los rebaños del conde de Oliva. Y después del conde de Oliva hubo un sucesor que llamaban don Diego Golfín, que fue de Almendralejo, y luego pasó a don Enrique Granda, y luego ya pasó al conde de Campos de Orellana, que es sobrino, que es el que existe hoy. En las posesiones de Extremadura, al llegar, se hacían divisiones varias. Al menos dos divisiones: a la finca tal va el rabadán y a la otra finca el compañero, que es encargao también de su majada. Y se dividían con arreglo a cabidas: a una mil ovejas, a la otra cuatrocientas, así. Eso desde que se llegaba a las posesiones. Y cuando salían de allí para acá, aquí lo mismo. El rebaño se dividía aquí en dos lotes de verano. Para el camino todo estaba meditan. Hombre, podía darse el caso de que dijeran: en tal pueblo donde pensamos ir a dormir ha habido una infección en el ganado lanar, ha habido pedero, y no convendría. Bueno, pues entonces adelante, o quedarse atrás, y cuando pasábamos por esa zona, pues cordel y sin hacer escala. Se empezaba de amanecida. Al ser de día, sí señor, y luego se llevaban de pastoría, no siendo cuando se tenía que dejar el cordel, por ejemplo, el día de ir a embarcar en Astorga. Ese día había que madrugar mucho para poder llegar, y carretera y carretera y carretera. Yo ya no lo conocí todo a pie. Ya en Astorga se embarcaba en el tren y luego a desembarcar en Plasencia. Y desde Plasencia a Trujillo, que era donde tenían las fincas estos señores con los que estaba yo, cuatro días. Cuatro días y cinco desde los puertos de Saliencia a Astorga, nueve, y uno de tren, diez, Más bien once. A pie, antes, veintiocho días. Aquella mayormente era una vida dura, bastante dura. No había trajes de aguas, un capote de hule cuando empecé yo, anteriormente mantas, de esas de paño, que algunos hacían ponchos que los metían por la cabeza, y tira pa el puerto. Y de los pellejos de las ovejas, las engorras. Se vestía una gorra de piel y luego pues zamarras y zajón de piel de oveja también, una especie de delantera encima del pantalón. Aquí le pongo yo varios, entre ellos mi padre, que a lo mejor salían de madreñas y a Extremadura llegaban de madreñas, sí señor. Los zapatos yo creo que sería mozo mi padre cuando empezó a calzarlos. Luego las ganancias, dieciocho duros al año. En la casa cuando yo entré de mayoral se cambió el sueldo y se aumentaron las escusas, que nos daban una escusita de ovejas. Quince, treinta, cuarenta ovejas cada pastor: el rabadán más, el compañero algo menos, así según escala. Los corderitos el primer año que yo fui a la casa, que fue el año once, valieron cincuenta y cinco reales, que pesaban ochenta o ochenta y tantas libras. El año once fue mi primer recorrido, iba de zagal. El zagal era el que tenía que ir por agua para el gasto que se hacía en el chozo, era el que partía la leña, el que hacía la comida. Si no sabía, pues lo enseñaba el encargao que hubiese: se hace de esta forma y se hace de aquella. Según lo habilidoso que era el chico, pues lo sacaban primero y lo iban ascendiendo, si había afición y suficiente intención. Había jerarquía, autoridad. Negarse un zagal o, inclusive, una persona mayor al encargao, eso era raro. Mucha obediencia. El asunto del comestible, mal. Las sopitas y las migas. Comíamos las migas más bien por la mañana, al desayuno. Se migan menuditas, muy picaditas, y luego se fríe el aceite en el caldero, y se migaban las miguitas y luego se rociaban con un poquito de agua, se echaban al caldero, y picarlas con la paletita que hacíamos de madera y a comerlas. A mediodía un trocito de pan, un trocito que llevábamos en el zurrón. De casa nos mandaban lo que podían, un jamoncito, y lo colgábamos de un gancho en el chozo y si iba algún amigo, que siempre los había, a visitarte en la primavera, pues hoy vamos a tirar del jamón, comíamos del jamón, se volvía a colgar, y hasta cuando veníamos para arriba, que había que mantenerlo. En la trashumación si llegábamos a un pueblo, el rabadán ponía la comida, de patatas, carne, bacalao, lo que fuera. Pero fuera de eso, la comida iba siempre por cuenta de los pastores. Con la gente de los pueblos había poco trato, porque salían inclusive los guardias y nos llevaban por el cordel. Y luego pues el rabadán a ver si camelaba al guardia, echaba mano al bolso, llevaría dos duros de gasto si acaso desde Extremadura aquí, y le daba dos pesetas y el guardia: hombre, que no puedo, tenga usted tres y, hala, el guardia se marchaba o hacía la vista gorda. Era lo que ya se conocía como el tributo de la contenta. De las primeras veces que fui al pueblo, a un pueblo de allí al laodo, acaso la primera, sería cuando me tallé. Se metía usted en el campo y allí quieto. La vida era totalmente solitaria, sí, y dura, muy dura, no por el trabajo. Una soledad, una gran soledad. Las novias aquí en Babia estarían esperando, o las mujeres y los hijos, lo que uno hubiera dejado. Y el que era un poquito curioso pues se dedicaba a tejer, que a mí eso no me iba. Los había que tejían, que hacían calcetines, que le voy a contar un caso, un caso análogo... Un señor de Abelgas que llamaban Juan Manuel, pues cuando llegaron al cortijo de doña Catalina en Trujillo, salió una señora que era el ama de llaves del cortijo, que se llamaba Margarita. Y salió y al ver a aquel señor ir tejiendo y andando y tejiendo, dice: «Oiga, señor Juan Manuel, me tiene usted que hacer unas medias.» Y él que en vez de coño, con perdón, decía Conio, le dijo: «Conio, usted las quedrá muy pintas.» Y ella: «Ay, ay, yo ya soy muy vieja.» Y dice él: «Más vieja es la Sierra Santa Cruz y echa flores.» El regreso era a primeros de junio, del uno al quince, para el diez o el doce. El camino era el mismo. Y se llegaba aquí y se hacían las divisiones en el rebaño, como antes dije: uno pa el puerto este y otro pa el otro, que aquí se llaman puertos y allí dehesas. Y aquí nos daban el relevo. Se iba usted a la majada y estaba ocho días y luego iba el que lo relevaba y se venía a casa ocho días. Y aquí nos tenían la bienvenida, con baile y cantos y ya, al fin te veías con las novias. Allí siempre nos llamaron los serranos. La trashumación fue fuerte hasta la guerra. Luego vino decayendo casi totalmente. Y hoy casi no queda un pastor trashumante de Babia. IV Las Babias, un itinerario La Babia es un país triste, desnudo y riguroso por el invierno, pues ocupa la mesa de las montañas y no cesan en él por entonces las nieves y las tormentas. Sin embargo, las praderas de esmeralda que verdeguean por las llanuras, sus abundantes aguas, la alineación simétrica de sus montecillos cenicientos de roca caliza y los leves vapores que levanta el sol del verano de sus húmedas praderías, contribuyen a darle por entonces un aspecto vago y melancólico, que sólo se encuentra en algunos paisajes del norte. ENRIQUE GIL Y CARRASCO, Los Montañeses de León. VALLE DEL LUNA Babia, la Badavia de los documentos medievales, se encuentra situada en el ángulo noroeste de la provincia de León, en el valle del río Luna y en algunos de sus valles secundarios. Limita al norte con los concejos de Quintana y Teverga, en Asturias, al este con el concejo de Lena, al sur con la sierra de Villabadín, que separa la cuenca del río Luna de la del río Omaña, y al oeste con la cabecera de la cuenca del Sil y Laciana. Está dividida en dos términos municipales, que circunscriben la antigua y tradicional división de Babia Alta, con Ayuntamiento en Cabrillanes, y Babia Baja, con Ayuntamiento en San Emiliano: las llamadas Babias de Yuso y de Suso, como se las denominó en los documentos hasta el siglo XVIII. Queda el valle del río Luna encajado entre las cumbres axiales de la cordillera Cantábrica por el norte y sus ramificaciones, que son divisoria de aguas con el valle del Omaña, por el sur. La cabecera del río Sil lo limita por el oeste y la llamada Hoja de León por el este. De las dos regiones naturales que lo forman, Babia es la alta, por donde el río lleva el leve caudal de sus fuentes de nacimiento, con el mediano refuerzo de algunos arroyos, y Luna la baja, y la que toma su nombre del río, cuyo curso se amansa y crece con la aportación de algunos afluentes. Es el valle una zona de transición entre la franja costera y la periferia de la meseta septentrional, encuadrado en el derrame de las montañas asturleonesas, que separan la meseta central del litoral cantábrico. Dilucidar el nacimiento del río Luna plantea algunos problemas relacionados con las transformaciones morfológicas experimentadas por la región. El arranque del valle del Luna ha sufrido un claro fenómeno de captura por la erosión regresiva que ha tenido como consecuencia el que viertan hacia la cuenca del Miño tierras que antes lo hacían hacia la del Duero. El Sil, que probablemente se orientaría mucho más hacia el oeste, iría efectuando su normal erosión, y es posible que la abertura de una falla geográfica, un pronunciado corte de pliegues, le facilitara esa captura. El fenómeno tiene lugar en el puente de las Palomas, con sus vertiginosos ochenta y dos metros sobre el precipicio. Allí marca el Sil la divisoria de Babia con las tierras hermanas de Laciana. Por el cuenco del abismo va abriéndose paso a través de la mole caliza, en la que ha labrado ese profundo cauce que sugiere la captura. Todo ello en una zona de fractura en la que, según los geógrafos, el devoniano y el carbonífero entran en un contacto anormal. Tres fuentes y arroyos forman el Luna, que inicia su curso en dirección este, describiendo luego una curva hacia el sudeste y sur, para enfrentarse con la gran muralla del macizo de Ubiña que provoca una angostura en el corazón de Babia, poco antes de entrar en la región natural de Luna. Hasta la confluencia del río Omaña, que forma un valle paralelo con el que el de Luna limita, como dijimos, por el sur, sigue el río Luna su curso longitudinal, hasta variar el rumbo abandonando el amparo montañoso decidido a buscar las tierras llanas. Toma entonces una dirección norte-sur hasta el encuentro definitivo con el Omaña, en Santiago del Molinillo, donde ambos perderán la identidad para crear el Órbigo, que acabará ganando el Esla para dar sus aguas finalmente al Duero. LA BABIA BAJA A sesenta kilómetros de León capital, valle del Luna arriba, encuentra el viajero el primer pueblo de Babia, cuyo nombre parece contribuir a alimentar esa resonancia idílica que ha hecho metáfora de esta tierra. Se llama Villafeliz y queda tendido a la derecha de la carretera, dominando su pequeña vega desde una suave loma. Pero la puerta de Babia la marcan poco antes las dos peñas que casi cierran el paso, angostando el valle, tras el otero de Pruneda, donde se alza la ermita de Nuestra Señora de las Nieves. Son la peña del Puerto a la derecha y la de las Cuchadas a la izquierda, ambas con la pátina rugosa de la caliza. El río viene a la vera de los chopos que van marcando la línea de su orilla, en el límite de los prados que dividen la vega con enmarañadas sebes. De Luna queda la impresión desolada del embalse que introdujo la muerte en sus paisajes, que anegó la vida de los valles, dejando sobre la quietud del agua el patético emblema de algún campanario derruido que asoma fantasmal en la superficie, la huella abrasada del lodo que muerde las imposibles praderas. Luna es desde hace tiempo una tierra huérfana de la que sus pueblos vivos, los que no sucumbieron en el pantano, han virado a buscar el natural amparo de la tierra hermana de Babia. En Puente Orugo comienza el valle de San Emiliano, uno de los grandes valles secundarios del Luna, que ofrece dos vías de penetración hacia Asturias: por el puerto Ventana y el puerto de Cubilla. Es un valle situado en el corazón de la Babia Baja, a la sombra del macizo de Ubiña, y a él se entra bordeando la redonda caliza de Orugo, dando frente a la peña de la Cuenca. El río que lo surca por su centro, alimentado de los altos arroyos tributarios, hasta dar sus aguas al Luna, riega, entre chopos y salgueros, los prados feraces del Mucilón y las Quintanas. Entre la sierra Blanca y la peña del Castillo se extiende el pueblo en la llanada. Dos picos forman Peña Ubiña, la atalaya caliza que a modo de bastión roquero corona la frente más alta de la cordillera, con sus dos mil cuatrocientos dieciséis metros. La Ubiña Grande, con el semblante amurallado, firme la cresta recortada que bate el otano y circundan las águilas, erguidos los almenados relieves que afrontan la blancura pétrea de los precipicios. Y la Ubiña Pequeña, con el enhiesto pico de su férrea fortaleza, como atenta a la cercana llamada de su hermana mayor. A la izquierda de San Emiliano se abren las vegas bajo el furado mascarón de la Peña, donde anida la cigüeña. Hay desde aquí una imagen primordial del paisaje babiano: el fresco verdor de la hierba fina con las vegas enlazadas de San Emiliano, La Majúa, Cospedal y Villasecino, escenario de una de las ferias más importantes y tradicionales de toda esta montaña, la del Campo, el día diez de agosto. Esa feria, hoy en decadencia, centraba toda clase de ganado y multitud de transacciones en un ambiente festivo de improvisadas cantinas. El valle de San Emiliano, que se bifurca en sus extremos hacia los de La Majúa y Pinos, recoge también Candemuela y va por entre Genestosa y Villargusán a rendirse en Torrebarrio. Largo y estrecho el de La Majúa se cierra bajo la prieta mirada de Moro Negro, y lo resguardan extensas laderas donde crecen los robles, las árgumas, los gurbizos y los fleitos. Largo es también el pueblo de La Majúa, constreñido a la orilla del río en sucesivos barrios que apenas se rozan entre sí. La casa de los Quirós, al final del pueblo, mantiene en su decrepitud el viejo escudo del linaje con el casco empenachado. A Pinos se llega atravesando su pequeña vega de diminutos prados y frondosos chopos y sauces. El pueblo se aprieta a lo largo del río, en la ladera izquierda, trepando por el hondo cuenco del valle, que asciende en dirección al Alto del Palo. Peña Castro, la Mulestina y el Maedo alzan las crestas sobre las camperas. Candemuela tiene la vega prácticamente enlazada con Villargusán, Genestosa y Torrebarrio, y asoma cobijado al pie de su iglesia de piedra labrada y sólida torre. Tras el pueblo arranca la loma de la Cuesta, a cuya espalda están la fuente de los Sonores y la Fonfría. Enfrente del pueblo, la peña de la Sachera, Valcabao y el pico de la Curnesa. Villargusán, el pueblo más pequeño de la Babia Baja, con apenas treinta y nueve habitantes, se adentra en su vallina hacia Peña Ubiña. Genestosa se derrama en la falda de las pendientes laderas del Robledal y los Támbanos. Continuando la carretera hacia Ventana, en el ascenso que encara el murallón de Ubiña, se llega a Torrebarrio, uno de los pueblos más grandes de Babia. Desde el otero de su iglesia se puede dominar toda la belleza del valle, como sumergido en un punto de luminosas confluencias. En la mañana estival la rala neblina acaricia la falda de la Peña, y el sol irrumpe madrugador bruñendo las vegas y los riberos. Mana del pueblo el humo de las chimeneas como un hervor de cocinas recién encendidas, y van las reatas de las vacas y los rebaños de merinas subiendo las laderas pindias, camino de los pastos. Suenan en el valle las esquilas, los balidos, el canto de los gallos, el careo de los pastores. La pausada ebullición de la mañana se llena de movimientos y de voces. Los tres barrios de Torrebarrio ofrecen una configuración diversa, esparcidos como caprichosos brazos. El que conserva el nombre del pueblo se apiña a ambos lados de la carretera y se alarga hacia Genestosa en la falda de una loma suave. Los de Cubiechas y Pico la Bicha quedan recogidos en un valle formado por el Espinet) y la Corona, recostados en la misma falda de Ubiña. Se dice que Torrebarrio tiene su reloj de sol en la Ubiña Grande, en un agujero redondo marcado en la misma Peña, que el sol ilumina al mediodía. Siguiendo hacia Ventana encuentra el viajero, a la izquierda de la carretera, la desviación que le llevará a Torrestío. El valle en el que se asienta este bello y perdido pueblo, algunas de cuyas gentes todavía hacen la alzada a la Marina, se alarga hacia Asturias por el camino de Saliencia y la collada de la Farrapona. Por las cimas puede adivinarse la antigua ruta de La Mesa, el alto puerto que marca el límite asturiano hacia la vega de Grado. Ese antiguo camino, tendido por las cimas para asegurar el dominio del terreno en las expediciones militares, tendría su origen en una calzada romana que, según muchos historiadores, nacería en Astorga y siguiendo luego el curso del Órbigo remontaría el Luna para cruzar las Babias y adentrarse en la tierra asturiana por el puerto de La Mesa. Por el camino de Saliencia se pueden alcanzar los parajes de Somiedo y los lagos que salpican el misterio de las agrestes alturas, en cuyas aguas anidan algunas truchas desmesuradas. Son los lagos de la Cueva, de la Calabazosa, de Cerveriz, los del tesoro que buscara el Mago de Logrosán, Mario Roso de Luna, en el peregrinaje de sus divagaciones teosóficas. Desde Ventana, en ese paso abierto a la vera de Ubiña, a mil quinientos ochenta y siete metros de altura, el gran valle de San Emiliano y Torrebarrio se divisa en toda su profundidad, en el marco de un paisaje aledaño lleno de picos centinelas y colladas que doman el horizonte, el caudal de las vegas derramado en las onduladas superficies. Rondan por el alto los rebaños de merinas aquietados bajo el sol que apenas alivia el ramalazo de un penacho de niebla, y otean los mastines los alrededores con su gesto de anhelante vigilancia. Por las húmedas camperas, allá al filo de la hondonada, se concentran las yeguas, esbeltas y brillantes en la silvestre libertad. Ventana fue paso de peregrinos, vía legendaria llena de reminiscencias ancestrales, en un enclave de sugestivas toponimias que remiten a raíces indoeuropeas, a restos lingüísticos ilirios. Entre Ubiña y Ventana, en las escarpaduras que bate el viento de la más remota antigüedad, sitúan muchos historiadores el mítico Vindius, el sagrado monte de la resistencia de los astures contra Roma. Hay que volver al valle general del Luna para continuar el itinerario de la Babia Baja. Se retoma la carretera en Puente Orugo y, en seguida, a la izquierda, recogido en un apretado vallecillo, está Truébano, a la sombra de la Piniecha, entre fresnos, paleras, chopos y saúcos. El pueblo arranca en cuña, cuesta arriba, hasta la misma linde del monte, donde hay abandonada una capilla de San Lorenzo. El Colmeirón y el Corniquín defienden, entre robledales y abedules, las nutridas dehesas. Bordeada la Peña Larca se divisa Villasecino, que tiene en su antesala una casi monumental iglesia de caliza rosa. Está el pueblo al pie de la carretera, entre el verdor de la vega y las huertas. El tono rosa de la caliza, piedra labrada con arte de expertos canteros, y que ilumina tantos paisajes urbanos de Babia y de Luna, unifica el panorama del pueblo: sus casas de sólida armadura de sillería, enjalbegadas, con amplios miradores y grandes galerías acristaladas, los muros y las verjas que guardan los jardines. Pasa por Villasecino el Luna ancho y claro, con las truchas que se esguilan en la caricia del sol. El viajero puede aplacar aquí, en la paz veraniega que rinde la mañana o que retiene la música de la vega en el atardecer, cuando se ceban las truchas en las tabladas y zumba el lejano eco de los rebaños, las tensiones de su vida distante: borrar de una vez la mala memoria del cotidiano ajetreo. Sigue viva en Villasecino, habitada por la familia propietaria, la casona-palacio del siglo XVII, un bellísimo recinto de arquitectura civil, cuyas dependencias conservan, con el irremediable deterioro, toda la pureza y el sabor de su antigüedad. El linaje de los Lorenzana y el de los García tuvo aquí asiento, acaso ambos entroncados en los avatares de esas hidalguías rurales, cuya memoria sepultan los ancianos muros y algunos enmohecidos documentos. «De García arriba, nadie diga», reza la leyenda heráldica en el escudo de la fachada. Se angosta el valle a la salida de Villasecino y se abre luego hacia una meseta que anticipa una gran llanada, de cuyos extremos parten otros valles menores. A la derecha se encuentran Cospedal y Robledo y más adelante Riolago y Huergas, que son los últimos pueblos de la Babia Baja. Cospedal se alberga a la sombra del Machadín, un monte de trenzados y grises verdores, y de la Furcada. Muchas de las ventanas de las casas se adornan de geranios, una flor que cuenta aquí con especial predilección, como en San Emiliano los claveles y las clavelinas. Hay una tradición, poco compartida por las gentes de Cospedal, de que el nombre del pueblo proviene del oficio de sastres que ejercieron tiempo atrás muchos de sus habitantes. Más realista les parece a la gente la derivación toponímica de «cespedal», habida cuenta de las ricas camperas que abundan en el entorno del pueblo. Es Cospedal, como todos los pueblos de Babia, eminentemente ganadero. Sus veintitantos vecinos cuidan y pastorean cerca de cuatrocientas vacas. Acogiendo Robledo en el recuesto que sorbe apacible la solana, se alinean el cerro del Cuerno, la negra y escarpada Peña Cabras, el Cueto Furao y la Crespa. Crecen y se extienden las matas de robles entre los prados y las fasteras. El viejo camino de los Treitoiros recuerda aquellas trenzas de piornos lanzados ladera abajo para la reserva de las leñeras. El viajero puede alcanzar Huergas, el último pueblo de la Babia Baja situado en la carretera, para derivar a la izquierda a Riolago, por un corto y ameno camino. Cuetos y peñas encrespan su línea de un ocre verdor sobre los riberos llenos de amurales: Cueto Barjal, los pazcones de las Retuertas, la Peña la Cal, el Cayón. Está Riolago situado en inclinada cuña y le vigilan el Bidular, la peña de los Canalones, la del Diente, y allá al fondo Rabín Alto, que marca el límite hacia las Omañas, y el puerto del Chao, donde está el lago del que parte el río y de cuya conjunción nace el nombre del pueblo y de su contorno. A la entrada del mismo, sobre la vega donde corren los arroyos, se encuentra el hermoso palacio de los Quiñones, una construcción del siglo XVI que sugiere, como un símbolo vivo del pasado, la grandeza del señorío de Riolago. El palacio, largo tiempo en ruina tras un incendio que lo destruyó casi por completo en 1915, ha sido reconstruido, hasta hacerlo habitable, por su actual propietario. Huergas se esparce en el llano, sin montes enteramente suyos, a la vera del otero donde se alza su esbelta iglesia y a los lados de la carretera. Sobre sus casas asoman los Corros y la Cabesa. Hacía la Babia Alta, el Bidular, las Fanas y Pregamén. Pero antes de abandonar la Babia Baja, todavía en el término de Huergas, pueden contemplarse las foscas campas del Morisca', donde se sitúa la leyenda del potro que encaraba embravecido la torvisca, mientras sus hermanos de manada huían amedrentados en el nocturno invernal, y que luego fue aquel caballo de famas y batallas que cabalgó Mío Cid: Babieca. LA BABIA ALTA El primer pueblo de la Babia Alta situado en la carretera es San Félix de Arce. Montado sobre la falda de una empinada ladera, escalonadas las casas unas encima de otras, cercando el otero donde se alza la iglesia, que se yergue a la sombra de un viejísimo plágano. Esa imagen del pueblo y la iglesia en el declive, con el árbol de reminiscencias totémicas a modo de emblema, es una de las primeras imágenes de la Babia Alta. En el pórtico de la iglesia, bajo el plágano, se han celebrado tradicionalmente en San Félix los concejos abiertos. No encontrará el viajero una diferencia elocuente en los paisajes de las dos Babias: la belleza y variedad de los mismos conserva un tono común, matizado por la altitud, la fragosidad y la hondura de los valles. Consideran, eso sí, los geólogos, que existe una transición apreciable en la base de los macizos que constituyen el relieve babiano y que está formada por depósitos de tipo glaciar. Los elementos que rellenan el fondo del valle del río Luna, procedentes tanto de la denudación subaérea, a la que están sometidos todos los cordales que encuadran el gran valle, como de la fluvial, señalan una etapa de plena juventud en la Babia Baja y en su aledaña región natural de Luna, frente a la condición de senectud que se observa en la Babia Alta, en la cabecera del río. Tampoco tienen especial relieve las diferencias entre sus gentes, que algunos anotan como más conservadoras y apegadas a un concepto más tradicional de la vida en la Babia Baja. Las diferencias se plantean en el mero ámbito administrativo, en la circunscripción de dos núcleos municipales, que fraccionan e introducen algunas tensiones que a buen seguro soslayaría o, al menos, paliaría una administración común, en un marco comarcal tan definido como es Babia. Derivando a la derecha se bifurcan dos caminos hacia dos valles interiores, uno a La Riera y otro a Torre. El valle de Torre es ancho al principio y se va estrechando progresivamente hasta cerrarse entre la Peña Escrita, el Picarachón, la Peña el Cura y la Solapeña, más verde y domada en el remate. El pueblo se alarga en las laderas, como en un difícil equilibrio, ante el remanso de los prados. En la vega se encuentra la ruina de una torre medieval, redonda y chaparra, en cuyo interior ha crecido un frondoso fresno, como un guerrero vegetal que la hubiese conquistado. Los más viejos del lugar recuerdan las fiestas patronales a la vera de la torre, en la romería de la vega, con el baile entre los muros cerrados, que todavía exhalan las sombras guardianas de los tiempos feudales. Sobre el otero, como un brioso navío encarado a las vegas abiertas, se eleva la iglesia, una de las más bellas de Babia y, sin duda, de las más antiguas. Está la iglesia de Torre bajo la advocación de San Roque y en ella se encuentran las sepulturas de don Diego Álvarez y su esposa doña Mariana de Quiñones, fallecidos en las primeras décadas del mil seiscientos, y del licenciado don Francisco Gómez y Lorenzana. La cruz de Malta, las flores de lis, los escaques de los Quiñones, dos cabezas afrontadas, tres serpientes, dos leones también afrontados y una cadena, componen los símbolos de los helados emblemas esculpidos en las piedras funerarias. La Riera tiene fama de pueblo soleado. Sus casas en cuesta sobre la ladera derecha del valle reciben agradecidas el favor de la solana, y se guardan de los malos vientos. Detrás de las casas están las Eras del Buestiecho y sobre el pueblo asoma la oscura y rasgada peña de Burón. De nuevo en la carretera en seguida se alcanza Cabrillanes, donde tiene su sede el Ayuntamiento de la Babia Alta. Está el pueblo en el llano, apenas resguardado por la suave loma del Arteo. A su izquierda, nace y se extiende una de las grandes vegas de Babia, la Vega Chache, tendida hacia Mena, Peñalba, Las Murias, abierta como una lengua verde y uniforme que llega hasta Piedrafita. La Vega Chache aparece moteada en los ardores primaverales por el color y el aroma de las mantequeras, las flores marzas, las margaritas, los anises, las morgas y las flores de sapo. Hay que derivar luego a la izquierda para adentrarse por los plácidos verdores de la vega y llegar a Mena y a Peñalba. El viajero puede recostar la mirada por La Llama y el Ojo de la Fuente. La peña del Castillo y la Furcada guardan las casas de Mena con el semblante oscuro. La luz del atardecer dora los paréntesis de la vega, el tapiz de las cervunas y de los juncos junto a las lamas, las lindes perdidas hacia el horizonte de las laderas y las dehesas. Tiene Mena tres barrios: el de Abajo, el de Arriba y el de la Cueva. Sobre la peña del Castillo se distinguen las ruinas casi fantasmales de una rústica fortaleza de cal y canto: la huella de algún reducto vigilante sobre el panorama abierto del gran valle. Peñalba de los Cilleros se guarda tras la blanca peña de Soloscorros, en un saliente de la Vega Chache. Corona el valle por donde baja su río el alto pico del Cutricón, de filo negro y cortante. Las casas arrancan bajo la peña y alargan su estrecha fila río arriba. Los Cilleros que apostillan el nombre de Peñalba, y que venían a formar una especie de Gobernación, de presumibles competencias administrativas, extendida hacia otros pueblos de Babia y Omaña, tenían a su cargo la guarda de los granos y de los frutos provenientes de los diezmos, para dar cuenta de ellos y entregarlos a los partícipes. La cilla era precisamente la renta decimal y la casa donde se almacenaban los frutos. Y el cillazgo, el derecho que pagaban los partícipes en los diezmos para que los granos y los frutos estuviesen bien recogidos y custodiados. Apenas a un kilómetro de Cabrillanes, a la derecha de la carretera, arriba el viajero a Las Murias y por el mismo camino alcanza Lago. Tiene Las Murias dos barrios ligeramente separados, esbeltas las casas de piedra y pizarra, como es habitual en toda Babia, ante los prados y los campares, y dominan su entorno la Peña la Crespa, en la dirección a La Riera, y el Arteo con sus riberos de escobas. El valle de Lago lo circundan Peña Larga, el Formeirón, los Campos y Puñín. A la entrada del pueblo está la casa de los Cuenllas, con el escudo ovalado y el relieve de las dos llaves de los Quirós. Hay en Lago por el verano unos diez vecinos, que quedan reducidos a la mitad en el invierno. Por debajo de la Peña Crespa mana muy alta su caprichoso caudal, que los vecinos de Lago ven correr como un río de espuma y leche, la fuente de Michán. Es una fuente intermitente que se seca y fluye en plazos imprevistos, y a la que los vecinos conceden cualidades barométricas. Si el tiempo está revuelto y mana la fuente, aseguran convencidos: va aclarar, que ya reventó Michán. Y aclara. Por el camino de Michán está la cueva del Moro, en una peña que tiene marcada una flecha que señala hacia abajo, acaso hacia algún mágico enterramiento. Y por debajo de la fuente, la cueva de Michán, profunda y vertical, apenas explorada y, según aseguran en el pueblo, una auténtica cueva de las maravillas. No es un lago lo que da nombre al pueblo sino una modesta laguna, y el viajero puede seguir el camino hacia ella entretenido en lograr el hallazgo que propone un dicho arrancado, al parecer, a un libro misterioso. El dicho reza a modo de sortilegio: «Entre Lago y lago hay un canto redondo con un tesoro escondido.» Nadie lo halló todavía. Las Chocinas, bajo el Formeirón, van a dar directamente a la laguna, donde llegan a beber los rebaños, y el agua quieta sostiene los juncos y las espadañas. Al fondo, subiendo un repecho donde crecen la manzanilla, los gamones y el tomillo rastrero, se abre el alto panorama de un hermoso balcón natural. Está la luz de la media mañana rasgando las últimas calinas, bruñendo el fosco relieve de la cordillera, iluminando las lomas de los valles, las laderas de donde sube el eco de las esquilas. Emergen en la distancia, de izquierda a derecha, en la línea lechosa de los horizontes, la casi adivinada punta de Cuerto Nidio, el lomo montaraz de Matalachana, el aguerrido temple del Muxiven, un retazo de la Braña de la Almuzara y la soberbia cabeza del Cornón de Peña Rubia. En el cuenco del valle más cercano, a la vera del camino que lo sube, la blanca peña de Cacabillo, entre cuyas diminutas tierras de labor, no lejanas al pueblo, apenas destaca el amarillo verdoso de un lentejal. De nuevo en la carretera, a tres kilómetros de Cabrillanes, se llega a Piedrafita y a su izquierda, rozando el remate de la Vega Chache, está Quintanilla que es, con Piedrafita, el pueblo más grande de la Babia Alta, ambos entregados a las labores ganaderas y a la minería. Tiene Quintanilla siete barrios esparcidos entre las laderas de las peñas: el de la Bulada, el Otero, los Corrales, las Campas, la Perida, el de la Puente y el de la Chama. Pasa el río por en medio regando los huertos y los prados. Piedrafita está situado a una altitud de mil ciento noventa y ocho metros, tendido en el recuesto de unos morriones, alargado al pie de la carretera que dentro del pueblo se bifurca hacia Laciana y el puerto de Leitariegos, y hacia Belmonte, en Asturias, atravesando el puerto de Somiedo. Se celebran en Piedrafita las ferias más importantes de la Babia Alta, tradicionalmente emplazadas a la vera del castillo, casi en el centro del pueblo. Hoy el castillo ha desaparecido y apenas se distinguen las depredadas ruinas de su cuadrada torre. Perteneció a los monjes de la Orden del Paular de Segovia, después de las lejanas vicisitudes que pudiera sugerir su carácter de atalaya vigilante. En él almacenaban los granos para que los pastores de los rebaños trashumantes, pertenecientes a esta orden, pudieran irse aprovisionando de pan para ellos y sus perros durante la estancia en los puertos. Apartado del valle central, a la caída de Valcabao, en el límite de Babia y Laciana, está el santuario de Nuestra Señora de Carrasconte, punto de confluencia religiosa de las dos regiones hermanas, donde se celebra la tradicional romería el quince de agosto. No hay datos exactos en la documentación existente sobre el origen y fundación del santuario, pero sí se puede afirmar que se construyó en las primeras décadas de mil seiscientos, para albergar una imagen que estaba colocada sobre la puerta de la primitiva ermita y que era «la que dicen apareció». Al lado del templo surge luego la casería y hospital destinada «a darles lumbre y entrada de noche» a los caminantes que cruzaban el puerto. La fundación, alimentada de limosnas y donaciones, y supervisada por un visitador eclesiástico, realizará, sobre todo hasta finales del siglo XVIII, una labor caritativa, al margen del propio mantenimiento del santuario, dirigida preferentemente a las ancianas, viudas y huérfanas pobres de la región, llegando a estas últimas a dotarlas con una vaca en el momento de contraer matrimonio. Por la carretera que deriva hacia Somiedo se llega a la Vega de Viejos y Meroy. A la altura de la Vega, a la derecha, arranca el camino de La Cueta. Son los últimos pueblos de la Babia Alta, y Meroy el último de la provincia de León en esta dirección hacia Asturias. La vega de Viejos está en el hondón de un valle que también recoge Meroy y avanza hasta el mismo puerto de Somiedo. Se agarran sus casas a la ladera derecha y al cuenco por donde corre el río, un Sil apenas adolescente. Al pueblo se entra por una carretera que vira a la izquierda separándose de la de Somiedo, gira en arco y bordea la otra ladera del valle para salir a la general de Laciana, a la altura del puente de las Palomas. Hacia la vega, donde el valle se abre, está el palacio de los Flórez con el pradón aledaño, del que siegan más de cien carros de hierba. Es una hermosa casona-palacio de finales del siglo XV o comienzos del XVI que se encuentra en la actualidad en un grado límite de abandono: corroídos sus interiores entre el polvo y la podredumbre, acumulados los escombros en las estancias, donde la decrepitud corrompe los objetos que no sucumbieron en los expolios: las húmedas sombras de un tiempo antiguo sepultado sin ninguna piedad. Tiene el edificio dos cuerpos, el primero torreado y atravesado en la fachada principal, donde quedan anejos los restos de la capilla, por un pasadizo de arcos que da entrada al gran patio, y comunicado con el pradón por una portalada. Este cuerpo enlaza con otro que remata en un hastial de piedra labrada de sillería. Los lienzos descarnados enseñan los armantes de madera y piedra toba, los hundimientos que van combando los dinteles y las jambas. En la fachada se conserva el escudo de armas del linaje. Hasta Meroy se llega pasando bajo la peña del Castiecho. El pueblo se ve recogido y apretado en un rebarco que forman, con la del Castiecho, la de la Cusada, la Peña Negra, la Curueza, la de los Penechones y el Branueto. Valle arriba, los altos asturianos de Somiedo, donde habitan los vaqueiros de alzada. «A La Cueta juran diez», afirma un refrán, y el viajero bien puede pensar que el motivo de los juramentos es el imbricado camino que serpea valle arriba, desde la falda de la Mamiecha y el Engricheiro, hacia el encuentro del río, el Sil en su infancia agreste. Es La Cueta el pueblo más alto de toda Babia y lo forman tres barrios que son como tres pueblecillos apenas hermanados entre sí por las pindias distancias del camino: Cacabillo, Quejo y La Cueta, que da nombre a todo el pueblo. Las casas de Cacabillo están separadas, unas junto a la iglesia y otras en la ladera de enfrente, con los prados y el río por medio. Quejo asoma bajo los Rescoldos, una enorme peña blanca, juntas las casas en la ladera derecha con los prados delante. En un rebarco, creciendo hacia el monte, se sitúa La Cueta, abultadas las casas con la protuberancia de las hornas, con los morriones de La Curueza y La Cogocha detrás. Desde el otero de la iglesia puede el viajero sorber el silencio y la luz de estas serenas y agrestes cumbres de Babia. La Cueta ya sólo está habitada en los meses de verano, corno si la braña hubiera sucedido a lo que fue el pueblo. Son el silencio y la luz de los puertos, donde brillan las verdes soledades de las praderas que pastan los rebaños. En Cuetalbo, allá por encima de La Curueza y El Rozo, nace el Sil, el mítico río del oro, que cruzará luego el borde occidental de Babia para penetrar en Laciana por la hoya de Villaseca, recogiendo los derrames de los valles de Lumajo, Robles, Sosas y Rioscuro. El viajero puede, finalmente, seguir en La Cueta el curso de sus aguas infantiles, entretenerse en su bullicio venturoso, aspirar con descanso el intenso aroma de la genciana y la hierbabuena. Y acaso recordar algunos versos de las Bucólicas virgilianas: «Aquí hay fuentes frescas, aquí, Licóride, prados blandos, aquí está el bosque, aquí moriría contigo de pura vejez.» V Filandón Algunas veces recuerdo la noble voz de mis viejos paisanos, en aquellos momentos de apacible confidencia al amor de la lumbre. Le queda a uno la escenografía de un tiempo de reposo en el quehacer diario, horas descolgadas del anochecer, cocinas templadas, la atmósfera de humo y de leña, y el invierno agazapado allí fuera, como dormido en la honda respiración de la ventisca. Eran las horas del contar que venían de muy atrás, de una herencia acaso tan larga como la que había transmitido la sabiduría de todas las labores. SAHINO ORDÁS, Las Horas del Contar. La cocina está enchabanada y sus ventanas se abren a la huerta, justo sobre las ramas de un nogal frondoso. De la noche reciente llegan esos clamores estivales que envuelven la quietud del pueblo, que se mezclan con el sordo revoloteo de los pardales. —En esta casa en los filandones, cuando vivía mi madre, siempre se tomaban unas copitas de Licor Coyanza. Nos hemos sentado en el escaño que hace ángulo, ante la mesa de roble. De los cojines repartidos por el escaño saltó el gato ahuyentado y medroso. —De aquel licor ya no queda, pero vais a probar la tarta babiana con una mostacilla. Reparte Rosa los platos de postre, las diminutas copas de cristal azulado, las cucharillas de plata. Nos sirve el vino, que alabamos después del primer sorbo. —Espero que me haya salido bien —declara al poner la tarta sobre la mesa. —Tener tiene toda la pinta —afirma don Jesús. —Vas a darme la receta. —Más fácil no puede ser. Es tarta de pastores y, como tal, de migas. Para esta que ves, un cuarto de mantequilla fresca, un trozo de hogaza reposado por lo menos de dos días, cuatro huevos, un tazón de leche y azúcar. —La dificultad está en darle el punto —advierte Ángeles—. Y, desde luego, Rosa la borda. —Sí, señora, mejor imposible. —Bueno, pues apunta si quieres la receta. Aquí en Babia somos muchas las que la tarta la seguimos haciendo. Otras cosas se pierden, pero esta no. Coges un recipiente que sea un poco extendido y echas en él la mantequilla a diluir, al fuego. Rayas o desmenuzas bien el pan y lo viertes para que se vaya friendo en la mantequilla, que quede bien empapado en ella. Agregas tres cucharadas de azúcar, lo mezclas todo y ya lo quitas de la lumbre. Bates cuatro huevos muy batidos y le agregas un tazón de leche. Lo echas todo en el recipiente mezclándolo, bien removido. Añades un poco más de azúcar si ves que la necesita, porque tiene que estar dulce, y al horno. La tarta sube, y cuando la ves completamente dorada la sacas. Baja entonces un poco, y lista para comerla. Ya ves qué fácil. Esconde la dorada corteza un jugoso interior, y en el exquisito paladar imperan las dulces y suaves hermandades de las migas y la mantequilla, el regalo de algún antiguo sabor ajeno a la más leve mistificación. Ese gusto de recóndita pureza que al recobrarlo parece que te devuelve a la infancia. —No queda más remedio que empezar brindando por las manos de Rosa. —Luego probáis los hojaldres. —Así eran los filandones que a mí me gustaban —confiesa don Manuel—. Empezabas cascando unas nueces y terminaban sacándote un brazo de gitano. —Mira, del dicho ese de «estar en Babia» hay distintas interpretaciones —dice don Jesús. Está velada la cocina en los amplios rincones de su extendido territorio. Las chábanas parece que sumergen las sombras interiores, tiñéndolas del mismo brillo negro de la pizarra. —La más corriente por ahí es la que recogió Víctor de la Serna en su libro La Ruta de los Foramontanos donde, por cierto, a Babia la llama la Tierra de los Perfumistas, porque babianos eran los que hacían aquella colonia que fue tan famosa en Madrid, la de los Álvarez Gómez. Se dice que a los reyes de León les gustaba venir a Babia para evadirse de los pleitos y de las intrigas de la corte. Babia era para ellos como un paraíso, donde estar tranquilos y dedicarse a la caza, que no debía ser mal deporte correr los osos y los corzos y los jabalíes. Claro que con el monarca ausente los nobles intrigaban a sus anchas, y los súbditos leoneses decían: «El rey está en Babia», con lo que daban a entender que el rey no quería saber nada de nada. «Estar en Babia» se dice desde entonces, según asegura Víctor de la Serna en su libro, de un estado psicológico que se encuentra a medias entre el dolce far niente y el «no quiero saber nada». —Esa interpretación —opina Ramiro— es como la más vistosa y extendida, pero no tiene traza de ser la verdadera. A mí me parece mejor la que da Manolo Rabanal en un artículo que creo recordar se publicó en un periódico de Madrid. Y que, además, es una interpretación que coincide con un romance que precisamente se titula, o así se le conoce, como «Romance del pastor que estaba en Babia». —Sí, es el tema de la trashumancia de los pastores babianos — aclara Floro. —Sin duda es una interpretación mucho más realista — prosigue Ramiro—. Los pastores babianos aquí dejaban todo cuando se iban a Extremadura, eran unos meses lejos de la familia, de los seres queridos, lejos de sus pueblos. Y el «estar en Babia» era el gesto ausente, ensimismado, de su nostalgia y de su recuerdo, tan vivo y tan lógico. Imagina, además, la vida solitaria del pastor. Aparte de que el babiano, como la Pícara Justina dice del leonés en general, es muy morido por su tierra. —Me gustaría conocer el romance. —Bueno, pues como no debe haber filandón sin romances, y de filandón estamos, yo lo voy a decir, y espero acordarme de él completo —afirma Floro. Un amplio destello alcanza los armarios acristalados que cubren la pared derecha de la cocina, donde se ordena la cacía: las blancas porcelanas, platos, tazas, alineadas en el familiar reposo. Los pardales siguen revoloteando en el nogal. —Este es el «Romance del pastor que estaba en Babia»: Cuando la noche se abaja toda en su manto guarnida ya se avivan en el chozo brasas de melancolía, ya está la majada quieta, tan ordenada y cumplida, y ya señorea la luna sobre la tierra enganida. El pastor ovejerito es un puño en su pellica. Ladra el mastín en el cerro, runrunean las esquilas, la noche, toda, se encalma con las estrellas furtivas. Ay, el mi pastor galano que en vez de cantar suspira. Cómo le vienen y arañan visiones de lejanía, recuerdos de tierra luenga, ecos de las sierras frías, y un dulce clamor que hiere en el alma estremecida. Ya está en el chozo la Babia siempre llevada y traída, tan lejana, tan lejana, y en el corazón metida. El ovejerico sueña de la su novia caricias, y sueña de la su madre carantoñas y natillas, sueña también la su torre con las cigüeñas dormidas y el repicar de campanas en la fiesta de la ermita. Ay, dehesas de Extremadura, rebaños de lana fina, mastines que están de guardia, buitres de sagaz pupila que siempre van al acecho de la oveja mal herida, y órdenes del rabadán dominando la vigilia de la noche y la majada que en el cerro se cobija. Todo se aduerme careado en su paz y en su medida, únicamente el pastor no duerme, que sueña, herida la rosa de los recuerdos de la su aldea querida. Ay, pastor que estás en Babia, ay, noche, qué mal os decires sin palabras, las añoranzas no escritas, del pastor que está en su chozo como un puño en su pellica, siempre clavado en su Babia tan bien llevada y traída. —Hombre, en Babia hubo linajes rurales, hidalguías rurales —comenta don Manuel—. Lo mismo que por Laciana y por Omaña y Luna. En Villablino se conserva un buen padrón de estados, de linajes, y de él se pueden sacar las clases de hidalguías que existían por aquí. Como de tres clases, así más aparentes, se podría hablar. Y los de la zona se remontan como al siglo XVII, entre ese siglo y el XIX. Había los hidalgos de privilegio, que tenían su escudo de armas reconocido en un privilegio concedido por el rey, o por un señor del que dependía el hidalgo o el pueblo. Los que llamaban hidalgos notorios, que generalmente lo eran de sangre, y como tales se les tenía y reconocía y aceptaba, tanto su hidalguía como sus piedras armeras. Y los de casa solar y armas pintar, que tenían su casa solariega y el derecho a pintar armas con motivos atinentes al linaje, aunque parece que no se les reconocía el diploma o el título en virtud del que lo habían obtenido, pero sí la casa y el derecho. Entre los linajes babianos los que más abundaban eran los de privilegio —señala don Jesús—. Muchos fueron caballeros de Santiago. —¿Y qué linajes concretos se pueden recordar? —Yo diría que el más antiguo de Babia fue el de los Flórez, que por aquí tenía casas en La Vega y en Riolago. En su emblema está la flor de lis, que, como sabes, es un motivo heráldico de origen francés. —Bueno, muchos relacionados entre ellos o como ramas de troncos más amplios, no sólo de León sino nacionales. Los Lorenzana, en Villasecino, en La Majúa y también en Laciana. Los Bueltas, los Miranda, los García, los Taladriz, los Carballos, los Álvarez Gómez, los Quirós. Y los Gómez, que se dice, y no deja de ser una cosa curiosa, que el abuelo o el bisabuelo de Joselito el torero y de Rafael el Gallo su hermano, que llevaban el apellido Gómez, había sido un pastor babiano de ese linaje, de los que trashumó a Extremadura. —Y, claro, no olvidemos a los Guzmanes y a los Quiñones, que son dos de los grandes linajes leoneses, también con asentamiento por aquí, que de los Quiñones viene el título de condes de Luna, de tan mala memoria. —Salvo el de conde de Luna no había títulos nobiliarios, todos eran hidalgos rurales — aclara Floro—. Y eran, ya te puedes imaginar, los caciques, los que gobernaban por aquí. Pero no señoríos muy potentes ni especialmente depredadores, salvo, por supuesto, los Quiñones, que tuvieron mucha importancia en la corte, y fueron adelantados mayores y merinos mayores de Asturias y León. —Estas hidalguías rurales lo que gozaban era de ciertas exenciones, se cotizaban a un precio social porque estaban exentos de muchas cargas. Al rey no le debían más que «moneda e hueste» generalmente. Y el llamado «yantar del rico ome», que era aquel que en nombre del rey venía por aquí a hacer su recorrido. De lo que el rey nunca se desvinculó fue del «portazgo», que era el vínculo que ataba a la tierra y al pueblo al rey. Ese vínculo nunca lo enajenaron. —Bueno, como decíamos antes, estos linajes se van relacionando, y luego casi todos eran ya apellidos compuestos, del tronco, de los adyacentes, de los matrimonios. Estos hidalgos generalmente se casaban con hidalgos, no solía suceder que se casasen con personas del «estado llano». —Del poder eclesiástico, de los señoríos abaciales, aquí la propiedad de la tierra más fuerte la tuvo San Isidoro, el cabildo aquél, y los Quiñones algún pecho o algún diezmo o quintería, que esos en Omaña aguantaron, hasta que en mil novecientos treinta y uno don Vicente Flórez redimió el foro del pan del cuarto. Rosa ha vuelto a llenar las copas y Ángeles posa encima de la mesa una bandeja llena de hojaldres. —Oye, estos si que se deshacen en la boca —confirma don Jesús al probarlos. —Pero serviros un poco más de tarta. —Yo sí. Tiene el cocina el aroma de esos reinos entrañables, donde permanecen como flores marchitas las huellas de quienes los habitaron. Su atmósfera nocturna se expande en un perfume de cosas buenas. Más allá del nogal se adivina el dorado blancor de la luna bautizando los perfiles de la vega solitaria. —Aquí al habla regional que, como sabes, es común a Babia y Laciana, la llamamos popularmente pachuezo —dice don Jesús—, pero Ramiro y Floro la conocen mejor, aunque seguro que ya leíste el libro de Guzmán Álvarez que es el estudio más serio que tenemos de ella. Es un habla antigua y dicen que su característica más acusada es la conservación, ya que muchas de las formas registradas en documentos de los siglos x al mi' se mantienen vivas en el habla, pronunciadas del mismo modo en que fueron grabadas en los primeros tiempos del romance. —También es frecuente —señala Ramiro— el uso de vocablos que mantienen íntegra, o sólo ligeramente modificada, la forma latina. El vocabulario antiguo se mantuvo muy puro, sin apenas influencias a lo largo de los siglos. Y esa es otra característica del pachuezo, porque la fuerza innovadora del castellano no alcanzó, a lo que parece, esta zona montañosa, muy aislada y, por ello, muy fiel a sus ancestrales modos de vida y de expresión. —En realidad, y siguiendo con lo que dice Ramiro —añade Floro—, la importación de nuevos vocablos se produce con la trashumancia, cuando los pastores babianos comienzan la diáspora temporal a Extremadura. —El pachuezo lo que tiene es una exhuberancia verbal enorme, un extensísimo vocabulario particularmente rico en el terreno de los topónimos. No existe lugar grande, pequeño o exiguo, en Babia y en Laciana, que no tenga nombre propio. Cuetos, collados, valles, vallinas, ríos, arroyos, fuentes, prados, caminos, sendas, veredas, todo se nombra, dentro de una variedad casi ilimitada. Y este inmenso número de nombres propios revela la gran variedad de fenómenos fonéticos del pachuezo. Y confirma con muchos ejemplos los más característicos del habla general, sugiriéndonos la representación que en tiempos pasados tenían en el habla común, antes diríamos de solidificarse en su categoría de topónimos. —Desde luego —continúa Floro— el vocabulario de la toponimia babiana y lacianiega es el que mejor ha recibido los embates de las formas castellanas. Ya se sabe que los nombres, en general, se conservan con más solidez en su pureza primitiva, lo que constituye una fuerza conservadora que obligó a los habitantes de la región, aun siendo jóvenes, a conocer los viejos fonemas. Las palabras se agarran a los lugares y los lugares se agarran a las palabras para mantener su identidad originaria. Lo que nombras lo apropias y, a veces, son sólo palabras lo que uno tiene de patrimonio. —¿Y cómo se conserva el pachuezo en la actualidad? —Bueno, en los tiempos modernos obviamente comienza a perder sus formas ancestrales, caminando entre la desvirtuación y el lógico abandono. Desde el momento en que se abren las vías de comunicación, que rompen el tradicional aislamiento, el deterioro es visible. Date cuenta lo que supone, por ejemplo, la impronta industrial del carbón, sobre todo en Laciana y en la Babia Alta, las enormes transformaciones sociológicas que tanto atañen al cambio de los modos de vida, atrayendo, a la vez, a gran cantidad de gentes de otras zonas que importan su normal influencia. —El pachuezo —informa Ramiro— pasa sin remedio a esa especie de reserva de las gentes más viejas, a los ámbitos más cerrados, y cada vez más reducidos, según se van imponiendo esos nuevos modos de vida. Hasta convertirse en una reliquia cultural, situable, si quieres, en el acervo de tantas otras reliquias de la cultura popular de los pueblos babiano y lacianiego. —Hombre, lo que hay son, a pesar de todo, diferentes grados de conservación en los distintos puntos de la geografía babiana. Hay pueblos que mantienen más conscientemente el apego a su habla ancestral, y habría que mencionar en este sentido a Quintanilla, en la Babia Alta, y a Robledo en la Baja. En Robledo es normal que la gente siga llamando cheite a la leche, lo que ya no sucede en otros pueblos bien cercanos. —Lo que está claro es que la movilidad, el intercambio continuo, promueve la lógica neutralización de lo autóctono. Y a lo mejor puedes observar el fenómeno de gente que se esfuerza por corregir su habla tradicional fuera de su pueblo, lejos de los suyos, para regresar a la naturalidad de la misma en el cobijo de sus límites vecinales, hasta exagerando el placer de usarla. —Yo pienso —dice Flora— que de esa naturalidad, que acabe desterrando absurdas convenciones como se destierran los complejos, se presiente en la Babia actual una valoración adecuada, que pretende precisamente hacer más natural y libre a la gente en su comportamiento. Como sucede en otras actitudes y costumbres muy ligadas al modo de vida y hasta a la utilidad de los objetos y enseres que se consideran cómodos y todavía de uso apropiado. Las viejas y útiles madreñas, por ejemplo, se calzan hoy con orgullo en toda Babia, superados los recelos de lo que pudo ser una artificiosa confrontación de lo viejo y lo nuevo. Las palabras y las cosas de la vida valen, ante todo, por su necesidad, y son buenas mientras siguen sirviendo. De cuántos inventos artificiales está ahora mismo el mundo atestado... —Entre los cuentos que yo recuerdo hay uno que contaba mi tía Lucina: el de un niño babiano que se fue de zagal. De niña siempre tuve la duda de si era un cuento o una historia verdadera. El gato volvió a cobijarse al lado de Rosa, que habla mientras le acaricia. —¿Os acordáis de mi tía Lucina? —Sí, hombre — dice don Manuel—, la de Laurentino. —Ella era muy de calechos y filandones. Y aquel cuento lo contaba así, más o menos. Dice que había una mujer que se quedó viuda con muchos hijos, que el marido muriera el pobre de unas tercianas. No tenía el chico mayor, que se llamaba Chamín, ni once años, y después de pasar un invierno muy malo, que los tiempos no estaban para bromas, pensó la madre en mandarlo de zagal con los pastores trashumantes, a ver si así podía ir haciendo por la vida. Nunca Chamín había visto otra cosa que su pueblo, ni más allá de la vega ni más lejos del monte había ido. Y andaba él ensimismado, como pensando en aquellas dehesas de lo que llamaban Extremadura, a donde se llegaba después de andar casi un mes. Para octubre ya vistió Chamín lo que su madre pudo buenamente hacerle de ropa, y un buen zurrón para llevar la impedimenta, que ese había sido de su abuelo. Vino el día que había dicho el rabadán, se despidió Chamín de la madre y los hermanos, y para la majada del puerto se fue, que en pocos días salían los rebaños cañada abajo. El chico iba acobardado entre aquellos hombres con los que iba a convivir, cuidando los mastines a la zaga del rebaño, y algunas bromas le gastaban al verle el zurrón tan grande y tan pesado, que le hacía caminar ladeada la espalda. En todas las jornadas fue Chamín allí triste y silencioso entre los mastines, y le miraban ya los hombres con esa compasión con que se mira al huérfano. Pasaban de la montaña al llano y de la ribera al páramo. Y llegaron a las dehesas extremeñas cumplidas las jornadas del cordel. Aquel día al indicarle a Chamín el chozuelo, vieron el rabadán y el compañero que el zurrón del zagal estaba vacío, que la impedimenta que tanto parecía pesarle en el vieje allí no estaba. «¿Dónde echaste tus cosas, zagal? —le preguntaron—, que aquí de ellas vas a necesitar.» «Nada mío traía en el zurrón», les contestó Chamín. Todos quedaron extrañados, y entonces el chico señalando por encima del cerro confesó: «Yo no sabría volver a Babia, que todas esas tierras ni las sé ni las conocería. Antes de salir, fui muchos días por el río cogiendo piedras blancas y de ellas llené el zurrón sin que mi madre me viese, y por el camino las he ido tirando para por ellas volver.» Sonrieron asombrados el compañero y el rabadán, y decía mi tía Lucina que aquella noche soñó Chamín con las blancas señales que siempre le conducirían a Babia y durmió muy tranquilo. —Bueno, cuántos niños con sueños parecidos se harían mozos por aquellas dehesas de las majadas extremeñas —afirma don Manuel. —Mira, ahora que dices eso, yo recuerdo una costumbre en Cospedal —dice Ángeles— que era la de los niños de ir a pasar la fuente del Abedul, todos los años el día de Jueves Santo. —¿Y qué era pasar la fuente? —Bueno, pues esta fuente del Abedul mana por debajo de la roca, como en una especie de cueva, y tiene comunicación hacia arriba. El día de Jueves Santo era costumbre ir allí y los niños entrábamos en la fuente por arriba y salíamos por abajo sin mojarnos. Eso todos los niños del pueblo, hasta que ya al ir creciendo no podíamos pasar. Como si llegado ese momento, para los diez o los doce años, dejaras de ser niño porque ya no podías pasar la fuente. —Hombre, eso no sería nada difícil relacionarlo con alguna de esas viejas costumbres o ceremonias de iniciación —dice Flora—, El sentido religioso de que fuese precisamente el Jueves Santo puede ser un dato a favor, que ya sabéis cómo el cristianismo se superpone sobre tantas cosas arcanas. Sin ir más lejos, ya veis todas las ermitas y las iglesias de Babia encima de los oteros, donde estaban casi siempre los castros, donde se rendía culto a los dioses más antiguos de nuestros antepasados, que es a los únicos que todavía yo me encomiendo. —Acordaros de Tomás, el del caserío de Carrasconte. —Un habano templado. Ramiro enciende un cigarro después de liarlo con esmero. —Hombre, en los filandones —dice don Jesús— los dichos y las anécdotas estaban al orden del día. Y los chistes, que aquí siempre fuimos muy dispuestos para echarle humor a las cosas. —Este Tomás —prosigue Ramiro— se metió por ahí en negocios que debieron valerle más de la cuenta, y acabó mal, arruinado, con más acreedores que días tiene la Cuaresma. Ya con tantos requerimientos lo traían baldado y el hombre se encontraba lo que se dice en las últimas. El caso es que un día los siete u ocho acreedores que más le tiraban reciben una invitación para que vayan a comer al caserío: que quiere liquidar y quedar en paz con todos. Y allí se presentan. Era un día de primavera, muy bueno. En el corral, a la vera de un cerezo, estaba preparada la mesa, y en una buena lumbre asándose un borrego. Saca el pellejo de vino Tomás y con lo que en él quedaba llena cuatro jarras. Se sientan a beber y en seguida a darle al borrego. «Pan siento no darles, que no me fiaron», les advierte Tomás. «Siendo la carne tan buena, ni falta hace», le contestan ellos. Y metida va, metida viene, hasta que el borrego va quedando en los huesos. Y Tomás allí mirándoles y trayendo las tajadas. Los acreedores parece que estaban más contentos que unas pascuas. «La idea que tuviste fue una idea superior, Tomás», le dicen luego, satisfechos. «Así da gusto comer.» Y él les contestó: «Pues coman, coman, que de lo suyo comen, que ya después del borrego poco van a poder arramplar de esta casa, que aquí mío ya me parece que ni yo mismo soy. Con esas asaduras se comieron lo último que del patrimonio me quedaba: el pobre borrego, del que no encontré otro modo de repartirlo de acuerdo a las deudas que les tengo. Cada cual hizo intención de lo suyo sin tenerla, y como a todos los veo satisfechos, pues aquí se acaba el pleito, a no ser que de mis propias carnes quieran resarcirse como postre.» En las espeteras brillan los cobres colgados en la pared cercana al fogón, ahora que Rosa dio la luz de aquella parte. —Se me olvidó echar los garbanzos a remojo — aclara, mientras cruza la cocina y va a la gavitera a por ellos. —Contaban aquello — dice Ángeles— de aquel pastor que como por el invierno encerraban las ovejas, se quedaba esos meses sin trabajo, y entonces él, que se las daba de listo, se marchaba a las escuelas de Asturias, a las escuelas de las aldeas. Fijaros qué ilustran. Y llegó un día a una aldea que estaban en misa, y cuando salieron fue y se presentó diciendo: «Soy el maestro que viene a este pueblo a enseñar. Con poco que me paguen para mantenerme, voy a conformarme.» Entonces le dijeron: «Pues muy bien, pero lo tenemos que examinar, a ver qué es lo que sabe, para contratarlo.» «Bueno, eso como ustedes quieran», asintió él. Y ya el alcalde del pueblo le escribió un problema que era este: tenemos seiscientos reales y los queremos repartir entre tres, a cómo tocan. «Pues tienen que dejarme solo para que yo pueda echar bien las cuentas —dijo el pastor—, que estas cosas me gusta hacerlas a conciencia.» Total, que le dejaron allí en un cuarto y estuvo un buen rato, y al cabo salió. «Bueno, el problema ya está, y seguro que no me equivoqué.» «Pues, hala, díganos la solución.» «Dos tocan a trescientos reales y el otro a nada.» No me digáis que no era buen matemático. —De primera. Seguro que os acordáis de don León —prosigue Ángeles—, un maestro que era de Robledo, que estaba casado con Basilisa. Él era un hombrín. Y contaban aquello de que sacó a un rapaz al encerao y él escribía León, con el acento en la o. «¿Qué dice ahí?», le pregunta al rapaz. «León», le contesta. «¿Y si le quitamos el acento?» Y el rapaz mira cohibido y lloroso y, después de dudar un momento, dice: «Basilisa.» —Buen bromista era también don Telesforo — recuerda Ramiro—. Como emblema de la hidalguía tenía una cabeza de carnero, de la que se vanagloriaba, y de toda la casa la pieza más importante era la que él llamaba la Biblioteca del Francés: una despensa atiborrada de jamones, cecinas, chorizos y demás volúmenes. Una vez en el Corpus de Piedrafita dijo don Telesforo que a la salida de misa iba a hacer una foto a todo el pueblo, que convenía vestirse con lo mejor. Llevó a la gente a la huerta rectoral, los curas incluidos, y empieza a componerlos con mucho miramiento: al cura de Lago los pelos, a otro la chaqueta, todos muy compuesto y muy peinados y muy quietos. Manipula allí la máquina, metida la cabeza debajo de un paño negro y ¡ya está! Los inviernos los pasaba en Madrid y aquel año por navidades todos reciben la famosa foto de don Telesforo. Lita, que era muy curiosina, la foto de una ardilla, el de Lago, que era muy fino y diplomático, una jirafa, Lola, que se daba mucha importancia, un pavo real. Y así el pueblo entero convertido en un zoológico, pero con muchísima idea para cada uno: tigres, elefantes, hipopótamos, rinocerontes y alguna que otra hiena. Aquella primavera, cuando don Telesforo volvió, lo corrieron las mujeres de Piedrafita. Pues el otro día, sin ir más lejos —comenta Floro—, hablaba yo con don Nicanor de aquellas nevadas de antes, de cuando había que salir de hacendera para abrir camino. Y recordaba él aquella nevada tan grande del año treinta y seis, bien poco antes de empezar la guerra. Habían quedado incomunicados en La Cueta, y ya con mucho trabajo lograron abrir camino y bajar a La Vega para abastecerse de aceite, azúcar y lo necesario. Cuando volvían, que esto sucedió como a primeros de marzo, vino una avalancha. Iban todos en fila, por la misma senda que habían abierto. Y alguien gritó: «¡Que baja la nieve, que baja la nieve!» Corrieron unos para adelante y otros para atrás y a cuatro o cinco del medio los pilló. Allí perecieron uno que se llamaba Plácido y otro Isidro. Y tres días tardaron en sacarlos. Fue una avalancha que quedó encima del río, y el mismo río empezó a abrir por debajo, pero la nieve la tuvieron que picar. Estuvo trabajando todo el Ayuntamiento y habría diez o doce metros de espesor. —Ese era un drama muy repetido —confirma don Manuel—. Y Ángeles seguro que se acuerda del romance de «La Dama Blanca de La Cueta». Una dama que está en la leyenda de aquellos altos, y que simboliza ese rostro frío y mortal de la tragedia de la nieve. —Claro que me acuerdo — reconoce Ángeles—. En Cacabillo nací y ese es el mejor barrio de aquel pueblo perdido. —¿Entonces a qué esperas para decirlo? —Sólo a que me escuchéis: La nieve anubre La Cueta con falampos y farraspas, nidia de sudarios fríos por los repechos y fanas. Crece la nevada y crece en los valles y colladas como una inmensa cosecha en la que los hielos granan. Ay, cómo aúllan los vientos y cómo lloran las aguas, y cómo quedan las gentes huérfanas y amenazadas. Todos los caminos huyen, todas las sendas se apagan, de las fuentes ya se fueron las cristalinas y janas. En los hogares callados, callados que todos callan, se van quedando ateridos los labios y las plegarias. Todo se amustia y La Cueta se aprieta enganida el alma, como si el frío le diera un dolor en cada casa. Del bastión de Cacabillo, roca caliza encrespada, salta el turbión de la nieve con la fuerza desatada. Y entre su hervor inclemente, con su furia huracanada, quedan sin vida tres vidas como tres rosas galanas. Una de ellas, la más bella, niña rosa, niña blanca, la que encendía los campares con la luz de su mirada. Ay, mi dulce niña rosa, ay, mi dulce niña blanca, ay, nido de las tres rosas por la nieve amortajadas. Por la angostura del valle ya vuela, ya, la campana, y se va abriendo una senda entre la nieve cavada. Y ya el resol de la aurora saluda a la Dama Blanca, que ha cobrado su tributo de cada invierno que pasa. Ya brilla el sol, ya rebrilla la inmensa nevada blanca, ya la montaña de nieve deslumbrante y soberana es una reina en su trono vestida de vestes albas, con tres rosas en el pecho, las tres, ay, ensangrentadas. —Las avalanchas se forman así —explica don Manuel—. Cae una nevada, levanta luego el tiempo y ablanda la nieve. Hiela entonces y esa nieve queda lisa como el hielo. Vuelve a nevar y ya está el peligro, porque la nieve va creciendo y hay riesgo de que resbale y se desmorone ladera abajo. —Oí decir que algunos pueblos, La Cueta sobre todo, que es el más alto, llegaban a quedar casi enterrados, con la nieve hasta las ventanas y los balcones. —Es verdad —dice don Jesús—. Me contaba a mi Lolo el de Azucena que él de mozo recordaba nevadas que cubrían el pueblo. Casas de cuatro y cinco metros. Allí siempre estaban preparados para esas contingencias, porque un mes o dos era habitual quedarse incomunicados. Y decía Lolo que después de algunas de aquellas nevadas, cubierto el pueblo, cuando venía un día claro, de sol, salían los mozos por las partes altas de los balcones y corrían por encima del pueblo haciendo diabluras y tirándose pechadas, que ya se sabe que la nieve da cierta euforia. Llamaban entonces a la gente de todas las casas por las chimeneas: «¿Qué tal estáis?, ¿qué andáis haciendo?» Y dice que en muchas casas les contestaban: «Estamos bien, ahora mismo cenando para ir a la cama.» Y eran, a lo mejor, las once de la mañana. Tenían perdida la noción del tiempo. —El caso es que era con la nieve cuando se hacían los mejores filandones —dice Ramiro. —Siempre que se pudiese salir de casa para ir a ellos. —Hombre, si fuera a otra cosa a lo mejor daba pereza, pero aquellas eran unas horas que nadie perdonaba. —Y es que los inviernos aquí son muy largos —reconoce Ángeles. Tiemblan las hojas del nogal, donde cesó el sordo vuelo de los pardales. Por un instante el silencio llena la cocina, y es como si la memoria de la misma rebullese con un eco misterioso. VI La alzada de Cesáreo Alba En valles y vegas se asentó mi pueblo, por llanos y laderas moran y a sus agrios picachos suben, por eso son robustos y ligeros mis habitantes. De pensar reposado y de maneras tranquilas, parecen llegar tarde a todas partes, pero ni a sus ganados los diezma el lobo o la peste, ni a sus cosechas el gusano o la mala hierba. Y la muerte tarda en alcanzarlos. GUZMÁN ÁLVAREZ, Estampas de Babia. De la ida a La Marina vale más no hablar, porque calamidades a mí no me gusta contarlas ya. Pero, bueno, si le entretiene que lo cuente, allá usted. La Marina aquí llamaban a todo, igual a ir pa Salas, que pa Las Regueras, que pa La Venta el Jamón. Decían: coño, ahí van ya los de La Marina, eso decía el público. Ahora bien, La Marina en Asturias, dicho en Asturias, que es corno hay que entenderlo, es la costa. Ir a La Marina era ir a la costa. El único pueblo que iba, en todo San Emiliano, éste, Torrestío. Luego como trashumantes, pues sí, los pueblos de abajo con las ovejas a Extremadura. Pero eso, entiéndame, es totalmente ajeno a lo que hablamos. Sólo Torrestío hacía la alzada a La Marina. Y eso suponía que se levantaba cada casa, que se alzaba lo que en ellas buenamente hubiera, y arreando pa allá. Aquí, la familia de esta casa, ya lo tenemos anulao, pero todavía hay seis u ocho que conservan la tradición esa todavía, pero pocos. Esta casa iba a Salas. Cuatro días de camino. A esa zona que íbamos nosotros no iba nadie más. Aquí siempre quedó gente. En Somiedo se marcha todavía toda, sólo queda un vecino — el vecindeiro — escoltando el pueblo. Aquí en aquella época quedaban veintitantos. Más de medio pueblo se marchaba. En esta santa casa íbamos, épocas de ir nueve hijos, nueve de familia y los padres: once, que abultábamos tanto como las vacas. Con veinticuatro o veinticinco cabezas de ganado vacuno y ocho o diez caballerías. Cuando no había que arrear gochos también, que si había gochos había que llevalos. Las pitas, los gatos, el equipo completo ¿eh? Y si había buen lacón cocido, en la alforja el caballo, y la bota de vino para las meriendas. A finales de octubre o primeros de noviembre se hacía la alzada y el traslado a la otra posesión. Y se volvía en el mes de mayo. Una vida movida, ya ve, con las espaldas dispuestas para acarrear lo que fuera, con la casa encima de un lado para otro, escapando del invierno, que por estas alturas tiene la zarpa erizada y no es bueno que te coja desprevenido. Los destinos, las pensiones, estaban marcaos de toda la vida. La primera Saliencia, un pueblo de aquí de Somiedo. La segunda Aguasmestas. La tercera el Puente San Martín. Y la cuarta ya se llegaba al destino, si había fuerzas pa llegar. Se paraba en los pueblos, había buen prado para el ganao, buenas cuadras, y la gente mucha amistad de toda la vida. Entre pobres y conocidos las cosas se dejan y se reparten sin que haya siquiera que mentarlas. Los de La Marina veníamos cada año y éramos los mismos y con los mismos bártulos. El primer rapaz que nos divisaba ya salía pitando a alertar al pueblo. Aquella novedad sería de las más importantes, habida cuenta de lo poco que pasa, y considerando el espectáculo que debíamos ofrecer. Imagínese una tribu bajando del monte. En una ocasión venía una vaca con un ternero, de veintitantos que venían de la casa. En la Mesta los Ríos, allá en Pala de Somiedo, en la carretera: un ternero nacido de mes y medio que pesaría ochenta o noventa kilos. Así ando yo ahora, así me ve baldao, ¡si lo hubiera partido una centella! Usted se cree —qué miseria arrastraríamos— que se cansó aquel animal y ni pie ni malo, en el suelo y en el suelo, y yo pues ahí no te quedas mientras yo esté aquí. Lo cogí a costilla, y no quiero decirle por dónde subí con él porque dice usted que es mentira. Porque subir desde la Mesta los Ríos hasta Saliencia con aquel elemento... Pero esos eran ratos de estos. En otras ocasiones llegábamos a un pueblo, como ya le dije, a las pensiones, y había baile y nos íbamos al baile y a echar novia, no crea usted que todo era tirar del jato. Los ratos tienen que ser variados porque si no la vida es un disparate. La alzada tenía sus reposos, malos tragos y algunos esparcimientos que no me da la gana contarle. Lo que pasa es que cada cual lo cuenta como le pintó, y no todos lo teníamos igual de fácil o de difícil. Aquí los había que cargaban las banastras de nenos, ¿usted sabe lo que son banastras, esas banastras que se ponían a los caballos?, pues en ellas los metían, y en un caballo llevaban cinco o seis nenos en cada jaula, que era el único modo, ¿qué le parece? Y así a Limanes, al lao de Oviedo. Y na, lo que digo, luego bebías algo de vino por los viajes y era donde fabricaban los nenos, o en el propio camino había que parir. Casos de todo lo que se quiera. ¡Si ardiese la tierra y se juntara con el cielo, en aquella época! También le cuento que en otra ocasión me cogí yo un toro en Salas, un toro fenomenal que teníamos, y me dolía mucho soltarlo porque era un ejemplar de categoría, que cuando se vendió pesó, asómbrese, mil ciento setenta y tres kilos. Y lo cogí en la otra casa por la anilla y por la anilla lo traje aquí, cuatro días con la cadena colgao de aquel animal ¿eh? Esto no me lo tome como que me quiero hacer el valiente, que los restos de aquellas hazañas bien me pesan. Como ahora me veo es herencia de tantos trajines y de alguna que otra imaginación calenturienta. Eres joven y todo parece posible. Luego las ilusiones son como esos pañuelos de las despedidas. ¡Si recapacitáramos cuando hay tiempo! De los gatos es casi de lo que más me acuerdo en aquellos días de la alzada. Los pobres en el camino no tenían donde miagar, y miagaban como desesperados cuando olían una villa. Cuando pasábamos por Belmonte o por Salas, a miagar el gato. No hay derecho a sacar esos bichos de lo suyo, porque tienen mucha más querencia que nosotros mismos, y andaban perdidos y tardaban en hacerse, extrañados y tristes. La miseria del pobre, ya lo ve, hasta el gato la padece. Algunas noches les sigo oyendo miagar... Pero, en fin, allí la vida era cojonuda, otra cosa no quiero decir. Mucho mejor que aquí. Allí esta familia de esta casa éramos señoritos. De baile en baile, de fiesta en fiesta, que por el invierno es cuando menos hay que hacer. No tendríamos un duro pero teníamos ganas y había salud. Porque, mire usted, lo interesante de este pueblo, en aquellos tiempos, es que todos nos criamos muy humanamente: con miseria o con lo que fuese, pero sanos como corales, descalzos, desnudos, pero sanos como corales. Así hemos resistido después de tantos inviernos, y algunos lo seguimos contando. VII Sacaberas, duendes y cristalinas Algunas historias populares surgieron a partir de los mitos, mientras que otras fueron incorporadas a ellos. Ambas formas personificaban la experiencia acumulada por una sociedad, tal como los hombres deseaban recordar la sabiduría pasada y transmitirla a futuras generaciones. BRUNO BETTELHEIM, Psicoanálisis de los cuentos de hadas. LA SACABERA Aquel era un pueblo feliz, de gentes buenas que respetaban las costumbres, hacían sus labores en los navares y en los linares, pastoreaban los rebaños y vivían hermanados con los otros pueblos de Babia, en los que nunca faltó el palo del pobre ni la clemencia para el caminante que buscase abrigo en la noche helada. Pero algo sucedió para que la desgracia asolase sus modestos muros, hundiera en la decrepitud aquellos fértiles parajes de generosas fuentes, sellara el destino mortal de sus habitantes, como un viento negro y venenoso que sopla en las indefensas horas del sueño. Dicen que de algún odio recóndito, de alguna mala voluntad alimentada en los ensueños turbadores de la envidia, de las torcidas pasiones que encrespan el fuego del corazón humano, nacen esas bestias fantasmales que un día rompen las plácidas superficies, como el trueno quiebra el cristal, o una piedra las aguas remansadas. Aunque también es verdad que muchas veces se nubla el destino de las buenas gentes como el cielo claro en la imprevista tormenta, y es como si la inocencia fuese castigada, como si saltara un látigo salvaje en las pacíficas florestas de la vida. Bajo la peña del Murial amanecía el humo de los almuerzos en la fiesta de San Mamés. En todas las cocinas del pueblo se calentaban los hornos, crepitaban los piornos y las urces, a la espera de los panecillos amasados que el cura bendeciría en la misa de la ermita. Un panecillo para cada miembro de la familia que, una vez bendito, sería intercambiado entre los vecinos, unos a otros dándose la paz del Santo, para luego ser comido en alegre romería. Salían las mozas hacia el molino con los blancos fardeles donde recoger la ración de harina de cada casa, que aquella misma noche había sido molida del grano comunal: el trigo cosechado en las tierras de propios. Cantaban las mozas con el alegre pensamiento de la fiesta, arracimadas por el camino que bajaba al río, donde el molino, en la presa paralela, asomaba los muros terciados de musgo, entre el brillante ramaje de las paleras, los fresnos y los sauces. —¿Quién va la primera? —les preguntó Joaquín el molinero, levantando un puñado de harina y dejándola caer como un reguero de leche seca entre las manos sarmentosas. —La que tú más quieras —gritaron las mozas riendo. —A todas os quiero por igual, que no hay en San Mamés moza que no merezca ser cortejada. —Ni mozo más guapo que Joaquín Alba —volvieron a gritar ellas. —Aunque ayer cumplió los ochenta y tres —aseguró Joaquín. —¿Pero cuántas mozas espantabas todavía? —Todas, todas, que lo que no se puede con los años, se puede con los redaños. Y cogiendo dos buenos puñados de harina se los lanzó el molinero a las mozas, que revolotearon alborozadas. El humo manaba con el aroma de los panecillos que, con mucho cuidado, eran colocados en el horno después del lento amasado. Todo San Mamés olía en la media mañana aquella dulce presencia, que marcaría el rito sagrado de la fiesta. Cocidos hasta lograr una dorada corteza, salían los panecillos del horno como pequeños peces que salpicaban su algazara, empujados de la pala a la cesta, ante el gesto expectante de los niños que se agolpaban para contemplar a las madres hacendosas. —Andar, chachos, no vayáis a quemaros. —Dénos uno para probarlos. —Ni en broma. Hasta que don Dionisio los bendiga no pueden comerse. Tocaba la primera la campana de la ermita, y en el aire de San Mamés se mezclaban los perfumes del romero y del tomillo. Todos iban con sus galas mejores. Pañuelos, dengues, justillos de terciopelo y seda, camisas con botón de plata al cuello, rodaos con lazos de hermosas cintas, las mujeres, y el chambergo, la chaqueta de paño, el chaleco destezado, los calzones y el cinto los hombres. Corrían los niños por la ladera sujetando las costillas donde cada familia llevaba el alimento del Santo. Terminada la misa, bendijo el cura los panecillos y exhortó a los feligreses: Con ellos daros la paz, y sean prenda de la bendición de Nuestro Santo Patrono. Sonó en la era de la ermita el pandero del chano. Arrancaron las notas del acordeón una melodía que incitaba a la querencia del baile. Unos y otros fueron dándose la paz y entregándose los panecillos, comiendo el dulce bocado en los corros festivos. —La bota que no esté quieta —pidió un mozo. —¿De qué manos es tu bollo, Falín? —Mira, de aquella que se pone colorada. —Tina, ¿tú se lo diste? —Ese fanfarrón nada pide, todo lo quita. —Pues ya puedes cuidarte. Bailaron las parejas en largas filas y, al mediodía, crecieron sobre los manteles de la pradera y en los alrededores de la fuente las empanadas y las tartas, y corrieron las botas entre el jolgorio de los mozos. En ningún momento dejó el pandero de sonar, al aire sus cintas enjoyadas, en las manos de la vieja Engracia, que, ciega y sumisa, parecía recordar los albores de su propia juventud: un sendero de años perdidos en la umbría de su cansado corazón. Aquello debió ser como un sueño horrible que todos sueñan al mismo tiempo, despiertos y conturbados por el propio dolor y el de los otros. La huella del veneno creció como una pisada de fiebre, hiriendo a todos de la misma flecha, paralizando los músculos devorados. En el baile, en la siesta, en las relajadas palabras de la conversación, en los juegos de los niños por el campar, se introdujo la lengua asesina, arrebató al mozo gallardo y a la moza zalamera, a la madre y a la hija, supuró su aliento sin que nadie supiera por qué los párpados cedían a un sueño letal, por qué se apagaba la memoria en la tarde luminosa, qué compungido silencio contestaba al vacío de los últimos gritos. En poco tiempo la era se había convertido en un cementerio. Y apenas sobrevivió unos segundos a todos, en aquella desolación, la vieja Engracia, aferrada al pandero de sus años mozos, ciega para la tragedia que acontecía a su alrededor, entregada luego a la muerte sin ninguna pereza. Murió el pueblo y se respetó su muerte. Nadie pensó en habitar aquellos lugares asolados. Los años hicieron de él la tumba que ya era. Acotaron los vecinos de los otros pueblos aquellos parajes como un camposanto. Y descubrieron, tras dirimir las misteriosas razones de aquel suceso, la reseca piel de una sacabera en las muelas del molino: la huella de aquella sombra negra y amarilla que habría vertido la ponzoña de su muerte en la harina del pan del Santo. EL POTRO DEL MORISCAL Surcó la sombra del águila las praderas del puerto y se estremecieron las yeguas que abrevaban en los derrames del manantial. Un sol teñido apuraba el mediodía con esos resplandores que vaticinan el tránsito de la estación: la mano del estío rozando la mano del otoño. Se había esparcido la manada por el campar, como disuelta en el sosiego de su libertad silvestre. Guarecidos en una peña de la ladera, atentos a la estampa de cada ejemplar, subyugados por las bellas figuras rojizas y trigueñas de atezadas crines, observaban los dos hombres a los caballos que pastaban. —Vos debéis ya elegir —dijo el hombre de la barba rubia quitándose el casco y limpiando la frente. —Todos son hermosos, bien cierto es. Pero mi señor busca un corcel que rompa el viento y se enfrente a la tempestad. De tal casta. — Son ya más de treinta jornadas por estos predios. Todo lo que haya que ver ya lo hemos visto. Tal corcel no existe. El hombre de la barba cana se incorporó pensativo, enfundando la espada. —¿Y el potro blanco del que hablan los pastores? —Nunca hubo un potro blanco por estos predios. Los pastores sueñan. —Bien está dijo el hombre de la barba cana —. Regresaréis a la corte con los hombres de la mesnada mañana mismo. Yo seguiré buscando. Mirad aquel de la frente estrellada, o ese que pasta junto al arroyo, ¿pensáis que puede hallarse algo mejor? —Sé que lo que mi señor desea es el corcel de un sueño. Pues sólo en un sueño habréis de hallarlo. Relinchó uno de los potros en la pradera y saltaron las yeguas nerviosas buscando la unión de la manada. Como un vértigo de crines y grupas brillantes se fueron hacia las frondas, tronando el galope en el silencio del puerto. Tocaba el otoño los dedos helados del invierno y volvía don Genaro Yáñez, las barbas ceniza como el musgo en la intemperie, a la cabaña de la alquería donde le daban refugio, después de haber recorrido, una vez más, los altos cerros. Ahora ya los ganados caballares bajan a llano —le dijo Pío Lama, ambos sentados a la lumbre—. La nieve los pone en la mano. Será que pierdo el juicio si sigo en este empeño, pero a mi señor le di palabra. Lumbre aquí no ha de faltaros, ni la cecina y la cuajada. —¿Puede ser sólo un sueño, Pío? Puede serio, pero por estas tierras serían más de uno los que lo soñaron. El potro blanco anduvo por las cañadas de Ubiña y por las de los Cuetosalbos, que allí lo vieron quienes lo dicen. Hasta yo mismo tengo idea de haberlo visto también. La estampa como un relámpago, cuando este mediodía cruzaba por el Moriscal. Don Genaro acercaba las manos a las llamas, perdida la imaginación en un recuerdo de endebles perfiles, herido en la obsesión de su búsqueda como el enfermo en la enfermedad incurable. Las llamas que salpicaban el llar eran como las crines de algún caballo mágico. El invierno acrecentó las nieves en la espesura de sus noches. Perdido por las sendas cabalgó don Genaro Yáñez, aterido como el solitario vigía de la estepa, amoratadas sus manos y su semblante, donde las barbas se quebraban como carámbanos. Durante varios días siguió algunos rastros reveladores, huellas marchitas en las blancas superficies del llano, con la concentración de alguna manada. Y alargó su búsqueda hasta el filo de la oscuridad, hasta el momento en que los ojos de las alimañas eran como brasas recónditas y amenazadoras que hacían relinchar de pavor a las cabalgaduras. —Acaso ya fuese mejor aguardar la primavera —le dijo Pío Lama misericordioso, al contemplar su figura abatida junto a la lumbre. —Acaso —contestó don Genaro—, ¿pero qué le diría a mi señor? —Podéis heriros por esas trochas. —¿No será el potro blanco una quimera? —Se irá la nieve y será más fácil seguirlo. —Mañana volveré al Moriscal. Estalló la tormenta como una tolvanera de hielo encendido y se precipitó la noche sobre las campas del Moriscal. Por la vertiente del arroyo helado vio don Genaro a la manada apiñada que huía salvando el espacio abierto, al resguardo del monte. Cobijado en la peña, donde solía hacer su vigilancia, sintió el caballero el hondo temor de la tormenta desatada, que crecía con el filo cortante y que haría imposible el regreso a la cabaña. Y en el estrépito de la tolvanera creyó escuchar un agudo relincho, como una llamada de exaltación y orgullo hacia la manada que se ahuyentaba. Asomó don Genaro a las campas del Moriscal y un rayo rompió en la noche iluminando al potro blanco, que se encaraba al vendaval y al cierzo, que elevaba la estampa con el brío de sus músculos tensos, flotando las crines como cintas de plata. Conturbado por aquella mágica aparición, flotando luego en la alegre certeza del hallazgo, sintió don Genaro dos lágrimas en los ojos, y vio al potro blanco correr victorioso en las batallas, alzarse al frente de los estandartes, arremeter con el ímpetu glorioso de su dueño y señor. —Don Rodrigo vendrá por él, porque el sueño era verdad —le dijo esa noche alborozado a Pío Lama. —Me alegro que de las Babias salga tan buen corcel para tan buen señor. —Ha de llamarse Babieca —decidió entonces el caballero, como si las palabras de Pío Lama le hubiesen inspirado ese nombre. LOS CORALES Venía la primavera corno una música de flores a las vegas de Babia. Cantaban los manantiales por las laderas reverdecidas, y se alborozaba en las fuentes el rumor de las cristalinas, mientras salpicaba el sol la caricia del agua. Era ese día primero de la estación de las pimpinelas, cuando alborotan los jilgueros en el frutal y se evade la línea encanecida de los cordales: lo último que del aliento del invierno quedó por las cumbres. A la ventana salió la doncella de Miranda, fresca y peinada como el mismo paraje primaveral que vieron sus ojos. Era una doncella de nacarados perfiles y azules palpitaciones, cuya belleza competía con la fama de su bondad. Hija única de padres muy mayores, que en ella habían tenido el regalo feliz e inesperado que premiaba su tardío amor. Respiró el aroma de la mañana, y fue el brillo de la luz nueva, aquel caudal de encendidos brotes que llameaban en el fulgor de las flores, lo que acabó de borrar el rastro del sueño que la había embargado aquella noche. Un sueño de infelices sensaciones en el vértigo de una oscura distancia llena de pañuelos. Alguna desgajada imagen de temores turbios, que abrasaban su piel entre las sábanas de hilo. El pavorde un grito, que su madre corrió a calmar, conmovida, apaciguando su agitación con un beso en la frente. Almorzó Lidia, despejada y serena, bajo el cuidado del ama que regaba los frisuelos con un hilillo de miel, y vino su madre a decirle que todo estaba dispuesto en el semillero de la huerta. —Quiero salir al monte —le contestó Lidia—. Voy a ver si ya florecieron los espinos del gavanzo en las cristalinas. —Pero volverás pronto —convino su madre—. Ya sabes que tienes que ayudarme a preparar los hojaldres, que mañana vienen los primos de Quintanilla. En el corral besó la doncella de Miranda a su padre, que ayudaba a los criados a herrar la yegua. —¿Qué eran esos malos sueños, mi niña? —El capricho de haber cenado torreznos. —¿A dónde vas como una brañera? —Al monte, a oler las flores. —Que te acompañe Evelia. —Tiene mucho que hacer, y en seguida vuelvo. Por la vega corrió Lidia. La vieron las mujerinas del Otero y la vio un mozo que llevaba los jatos al coto boyal. Entre el verdor y las flores era su juventud una cinta de cantares alegres. Movía su talle y su rodao el vientecillo que soplaba las cervunas, y llenaban sus ojos los regueros plateados. Hasta la senda silvestre del monte corrió, tendido el cabello entre el vuelo de los pájaros. Y luego dirían las mujerinas del Otero que iba como llevada por unas alas invisibles, y que ya no habría pena más grande en toda Babia que la de nunca más volver a verla. A la fuente asomó el rostro y en la fuente se estremecieron las cristalinas como un sueño de líquenes sorprendidos. Habían florecido los espinos del gavanzo con púrpuras rosas donde siempre fueron blancas. Sobre el agua que reflejaba la sombra azul y palpitante del cielo primaveral, vio Lidia, antes de incorporarse, el rostro agrietado de aquellos hombres fantasmales. Y confundió por un instante aquella visión con el sueño que la agitara en la noche: un tránsito de vagas irrealidades como el que preludia el desmayo, una figuración de temor y amenaza en la oscura distancia llena de pañuelos del sueño. Se encabritó el caballo que uno de los hombres sujetaba furioso de la brida. Quebró el relincho la serenidad de la mañana. Y lo primero que sintió Lidia fue el puño helado que arrancaba de su cuello el collar de corales. Roto el hilo se derramaron los corales en la fuente, batieron el agua las cristalinas ahuyentadas. Lidia cruzó las manos temblorosas sobre el pecho que sentía desnudo. En los rostros agrietados por las señales del odio y la rapiña crecieron los vientos de la destrucción, el ardor de las sórdidas emanaciones que aventan como sapos en las charcas de la maldad. Las manos del ultraje corrieron por los caminos virginales como serpientes en la pradera. Y el sueño era para Lidia la muerte necesaria, súbita y liberadora, que rompiese aquel horror. Recogieron su cuerpo exhausto después de limpiar todas las huellas, y ataron sus muñecas y sus pies antes de tenderla como un trofeo profanado en la grupa del caballo. Sólo una débil claridad iluminaba el agónico dolor de Lidia, en el trote salvaje por los caminos ocultos del monte. —En la fuente de las Cristalinas dejo mis corales —musitó bajo el recuerdo mortecino del collar. Y más adelante, cuando el pálpito de la muerte era como el dulce desgarro de la flor que se marchita: —Y en las Llamas de la Negra, mis corvales. El peso leve, de alas, se había desatado de sus pies, a los que la caricia de la muerte llegaría como el roce de una sábana piadosa. La desesperación de la infructuosa búsqueda, batidos cerros, llanos, bosques y puertos, cegó el dolor de los padres de Lidia, demudó el corazón de las gentes, que abrían los ojos pesarosos al trágico misterio del monte. Sumida en el llanto, la casa de Miranda fue el símbolo de la desgracia: teñidas las piedras sillares por el luto de los moradores. Se rompió la primavera en el aire de la vega, agostadas las flores, y vino un mal tiempo precipitado y sombrío. Un pájaro arrecido volaba por los campanarios de Babia, rozando el pico en el bronce funeral, que tañía en la noche como el eco de un gemido. Hasta que un día el señor de Miranda, quebrantado en la desesperada incertidumbre, volvió a rogar a Dios alguna señal de aquella hija desaparecida: una huella que sirviese para entender su ausencia. Y hubo como una bendición en todas las fuentes de Babia, un clamor en las aguas cristalinas, que multiplicaban en su brote el alimento de la primavera. De nuevo amaneció la mañana vibrante con la cinta azulada por encima de los cordales, el verdor en las vegas. Y durante varios días todas las fuentes de Babia manaron los corales del collar de la doncella. LA MALDICIÓN Espejo de muerte las aguas muertas de la laguna, donde nadie quisiera mirar su oculto fondo de podridos mantillos, la descarnada oscuridad de lo que fue aquella tierra noble sepultada en la pesadilla de la maldición. Un viento de soledad extingue su gemido desde el Formeirón a las Chocinas. Un frío de húmedo cementerio se abate sobre la superficie vegetal del agua, donde los juncos y las espadañas clavan sus lanzas inútiles. ¿A quién no se le hiela el corazón mirando la sombra de cristal empantanado, tendida donde creció el trigo en colmadas espigas bienhechoras? La tierra era fértil, mimada por el sol que la templaba al resguardo de las pacientes laderas. Granaban en ella, antes que en ninguna, los cereales, firmes las cañas y doradas y repletas las espigas. Extendía el trigo su aroma candeal bajo el sol veraniego, cuando aquella mañana llegó la mujer llevando a su pequeño hijo en brazos, la hoz y la tartera de la comida en un fardel a su espalda, anudada la pañoleta que ceñía la negra huella de su luto, la pena de su reciente viudedad. Observó la dorada cosecha y apenas pudo reprimir una lágrima. El recuerdo caliente del marido muerto regresaba en la imagen de aquella tierra que él tanto había querido, y a la que tantos sudores había legado. — «La primera hogaza del trigo de Las Chocinas —decía extasiado ante el pan cocido que ella sacaba del horno—. Dios, Rosa, no lo hay en ningún sitio tan bueno y tan temprano.» Fue la mujer hasta las mieses y depositó al niño, después de amamantarlo, con mucho cuidado en el suelo. Tomó la hoz y segó con rapidez el grosor de una gavilla para procurar una sombra donde el niño pudiese dormir tranquilo. Se colocó la pañoleta a la cintura y volvió a observar la superficie del trigal antes de iniciar el trabajo. El sol castigaba el desierto paisaje, derramando el torrente de luz que hacía estallar el oro de las espigas. Con el ritmo de la siega entre los vaivenes del cuerpo inclinado, la mano derecha manejando la hoz y la izquierda artropando el manojo para irlo dejando caeren los marallos y hacer las gavillas, fue la mujer agotando el rastro de la memoria, obsesionada en el vértigo del trabajo. Sólo de cuando en cuando alzaba la vista hacia el lugar donde reposaba el niño. Volaba algún pájaro al ras de las espigas y en el silencio rumoroso de la mañana se escuchaba el campanilleo de los rebaños o el ladrido del mastín. Una brisa caliente manaba en el ancho valle. Perdida en aquel brío monótono de la siega, tardó la mujer en distinguir el filo de un llanto. Como si el sol hubiese agrietado su cabeza con un resplandor que invadía y paralizaba su voluntad, quedó unos instantes detenida, la hoz temblándole en la mano. Salió luego corriendo por el medio del trigal, abiertos los brazos como dos súplicas desesperadas, confundida entre el temor y la luz. Abrazaba el reptil el tierno cuello del niño como un látigo enroscado en un lirio. Como del sueño a la muerte se había sellado el horror del tránsito. Vio la madre a la culebra deshacer el nudo mortal y reptar hacia el cobijo de las mieses, relamiendo la gota de leche que había sorbido en los labios infantiles. Se arrodilló y tomó entre sus brazos el cuerpo extinguido. El mundo se rompió con su grito. El eco de aquella desesperada salva de pavor y desgracia tronó por todos los valles de las Babias, como un trágico golpe en la paz del verano. —Dios maldiga esta tierra para que nunca más sea tierra —clamó la mujer, cayendo al suelo en la tormenta de su llanto. Brotó el agua como si todas las fuentes de Babia se hubieran conjurado en aquel lugar maldito, y creció hasta inundar el trigal, convirtiendo en laguna la dorada superficie de las espigas. BARRUMIÁN En la peña de Sucastro se alzaba el castillo en las vaguedades del crepúsculo, esbelta la torre donde anidaban los grajos, como un navío centinela en el mar de la vega. Algunas huellas marcaban los recuerdos de los asedios: puntas de flechas, mangos de lanzas, atenazados entre el musgo y los matorrales, la constancia de aquellas defensas heroicas cuando la morisma trepó por los escobios a buscar los botines de la montaña. Álvaro Flórez contemplaba en su alcoba, que una tronera abría a los resplandores del crepúsculo, las ropas, las armas y las enseñas que su juventud merecía: las prendas que habría de vestir al día siguiente para, una vez recibida la bendición paterna, buscar en Barrumián su destino de caballero. Velería las armas que el herrero del castillo, el viejo Fabián, había forjado con cariño, aunque don Sesma, su tío materno y preceptor, le había indicado que tal costumbre ya estaba proscrita y que, sin duda, un buen sueño sería más favorable a la aventura de su iniciación. — «Todos los jóvenes caballeros de esta estirpe comenzaron a serlo —había repetido su padre— después de salvar los misteriosos laberintos de Barrumián. Y a ti, hijo mío, te llegó la hora, y a Dios ruego ilumine tu sendero e inspire tu voluntad en el secreto de los dilemas que te aguardan.» Recordó Álvaro el rostro sonriente de su prima Sabina, en cuya mano sellaría el compromiso del amor que se profesaban: un amor infantil y adolescente que su tránsito de caballero transformaría en la fruta madura del matrimonio. Por la tronera observó el crepúsculo, la coraza del sol enterrándose en los horizontes cárdenos, y cuando al nocturno vino su madre a ofrecerle las viandas de la cena las rechazó con imperativa convicción. Seguiría al pie de la letra el mandato de los viejos pergaminos, la adusta norma que proclamaba la vigilia del espíritu y el ayuno, en esa noche donde el olvido de los años menores establecía el puente de la mocedad, la prueba del caballero prevista en el amanecer, cuando sus dos padrinos llegasen a vestirle y a llevarle hasta la misma boca de la cueva de Barrumián. Se espantaron los podencos en el patio del castillo. El alba abría los dedos sobre el cuello de las montañas. Quedó Álvaro inmóvil en el centro del patio, entre don Senén y don Cosme, y llegó su padre en compañía de don Sesma, seguidos de otros caballeros y notables. Descansaba Álvaro sus manos en el pomo de la espada, y lucían sus prendas estrenadas el blasón bordado en colores malvas y amarillos sobre su pecho. En una de las ventanas creyó divisar la silueta escondida de Sabina. Hicieron corro los caballeros y le ofreció su padre un pequeño cofre de plata, en el que Álvaro introdujo la mano extrayendo una llave, también de plata, elegida entre las dos que encerraba el cofre. La mostró a los caballeros antes de guardársela, y luego se arrodilló y recibió la bendición de su padre y el abrazo de todos los presentes. El aire del amanecer batía los estandartes de la torre. Cantaron los gallos y un rastro de humo manó en las cercanas alquerías. Álvaro caminó en silencio entre sus padrinos. Fueron por el sendero de las cabras y de los leñadores, mientras el sol arrancaba los primeros destellos y balaban las ovejas en los corrales. A la entrada de la cueva de Barrumián se detuvo Álvaro, y don Senén y don Cosme le cogieron sus manos. —No te fíes del señuelo de los suspiros — dijo el primero. —Ni te guíes de luz que no sea cenital —recomendó el otro. —Más no podemos decirte, sólo un consejo cada padrino, como ya sabes. Por tu valor y virtud aguardaremos rezando. Desenvainó Álvaro la espada y, después de besarla, comenzó a caminar hacia la embocadura de la cueva. De la fría oscuridad manaba un aliento de minerales podredumbres. Batió con la espada el tropel de ortigas que sellaban la entrada y, después de santiguarse, avanzó en aquella noche subterránea. Era como una pesadilla de clamores y susurros. Una sombra se insinuaba en la sombra amenazante, y una luz mortecina se extinguía antes de revelar cualquier orientación. A un largo y sinuoso pasillo, angosto hasta casi quedar el camino estrangulado, sucedía una sala enorme, donde el golpe del agua hacia vibrar miles de columnas de cristales pétreos. Tras el surco de las húmedas sendas, sobrevenía un tajo abierto en el abismo. Clamores y susurros contagiaron en la imaginación de Álvaro los miedos y pavores de su infancia y adolescencia: los malos sueños entrecruzados, como si alguien los hubiera guardado allí, en Barrumián, para ahora devolvérselos. Reposó unos minutos a la orilla de una laguna de la que subía un verde resplandor. Su propia figura le miraba en el espejo del agua, y alrededor de ella un bosque inmenso comenzó a dibujarse, una fronda de arces, tejos y abedules. El rumor del agua sugería el trino de los pájaros, la caricia del viento en las hojas. Tras una montaña de rosada caliza se bajaba a una estancia de luminosos relieves, un espacio circular que Álvaro reconoció entre las historias que había oído de la cueva. Tuvo entonces conciencia de haber seguido el camino adecuado. Se situó en el centro de la estancia. Era difícil definir el origen de aquellas emanaciones luminosas, que daban a los relieves la sustancia de unas formas fantasmales. De la estancia partían tres caminos bifurcados entre las sombras laterales. Sacó Álvaro la llave de plata y la dejó caer al suelo, aguzando el oído para percibir dónde obtendría el eco una más larga consistencia en aquellas direcciones. —Ábreme la puerta buena en el camino feliz —musitó. Apenas un segundo de efímera consistencia le decidió por la que partía a su izquierda, recobró la llave y avanzó decidido. Lentamente el tiempo parecía irse sembrando de irreales palpitaciones en el infinito cobijo de Barrumián. Se extinguía la memoria, se cegaba el recuerdo de la luz y del color. Las horas eran los siglos y los siglos las horas, y el silencio una respiración de suspiros, y el cansancio la húmeda sensación de los engaños y de los rechazos. Mientras más se avanzaba mayor era la seguridad de internarse en un destino profundo y temeroso. Álvaro arrastró la espada por el suelo y buscó el alivio de alguna luz cenital indicadora. Tanteó las estrechas paredes y sostuvo su cuerpo en un saliente. —Dios —se dijo— , voy a desfallecer. Un pájaro de espinos heló su corazón, como si su sórdido aleteo fuera el de la Muerte que se aventa entre las nubes. Fue el rostro de Sabina quien alanceó sus fuerzas para sobrellevar el desafío en el negro calvario de Barrumián. Sintió Álvaro expanderse el corazón, crecer el ímpetu de la sangre, tejerse la imagen de su estampa de caballero al final de la cueva, donde la fiesta estallaría con la salva de homenaje cuando izase la espada libre de los laberintos y las ataduras. En aquel rostro centró las fuerzas de su camino. Abiertos precipicios, en techos y simas, unieron sus fragores con las estepas calizas. A la arena de las lavas le sucedieron las lagunas yertas, donde sólo nadaba algún raro pez de bronce. Tembló por momentos la noche de Barrumián bajo el espectro de los aludes, y surcaron su cielo dos águilas de vientres blandos. —Conmigo vas, blanca paloma de mis sueños mejores — clamó Álvaro — y a tu favor las naves de mi corazón navegan. Y nada en el mar de los muertos detiene mi estela, que ya las velas anuncian mi encuentro entre tus brazos. Tiembla y cede, Barrumián, que el mejor mozo de Babia te pisa las entrañas. La luz caía como plata cernida en el aposento final, ante la piedra que sellaba la salida de la cueva. Miró Álvaro los dos cofres que apenas asomaban entre el polvo, y antes de arrodillarse para comprobar a cuál de los dos correspondía la llave que había elegido, se encomendó a Dios: —Ya que en el símbolo que contienen, el secreto de mi vida de caballero se encierra, dame, Señor, tu bendición para aceptarlo y merecerlo. Tomó el cofre de la derecha, limpió con la mano los hermosos dibujos de su orfebrería, introdujo la llave y sintió que el cofre se abría con suavidad. La luz transformó su plateado resplandor en una gloriosa ebullición dorada. El oro encendía el futuro heroico de Álvaro Flórez. EL DUENDE DE LA VEGA Dicen que bajó del castillo cuando se hizo ruina lo poco que de la torre quedaba. Pobre duende allí metido entre aquellas desarboladas paredes, prisionero de los siglos y de los cierzos. Bajó a la vega y debió gustarle el praderío con sus fuentes y sus arroyos, porque de la vega se hizo dueño y así empezaron a suceder aquellas cosas que sucedían. Luego ya le fue perdiendo el respeto a las casas, se puso a fisgar por unas y otras y empezó a meterse con las mozas y todo eran esparabanes y miedos y diversiones de igual manera. El duende se habría aburrido tanto entre las piedras del castillo. Por la vega decían que era un silbido, la misma veloz presencia de un silbido que se escucha sin saber de dónde viene. Estaba Marcial Linares dando sal a las vacas, allá por el coto, y se iban las vacas lamiendo la yerba como tontas, todas en fila, unas detrás de otras, porque el duende las rebozaba el morro y se las llevaba. O bajaba Juanín el de Balbina con las ovejas y se metía el duende entre ellas, y salían las ovejas corriendo y balando mientras el silbido se parecía más a una risa que a un silbido. A una vaca recién parida de Dionisio Riesco la ordeñó el duende según cruzaba la vega, y así iba la pobre vaca mugiendo y derramando la leche, hasta llegar a la cuadra con las ubres vacías, y el ternero que criaba en ayunas. Tanto se hablaba del duente que ya todo eran cosas suyas. La herramienta que no aparecía cuando se la necesitaba, la yegua que la picaba la mosca, la vaca que se entelaba, la fuente seca y aquel granizo primaveral que rompió los cristales y las pizarras. Al duende no debía gustarle que todo se lo achacaran. Lo malo es cuando empezó con las mozas. Una cosa que le encantaba era asustar a las presumidas. Llegaba el Domingo de Ramos y estaba Justina Valero con su prima Lina arreglándose para misa, una ayudando a la otra a hacerse el moño, felices con los vestidos nuevos que estrenaban y los dengues tan finos. El duende allí espiándolas, después de haberlas corrido desde la cocina al cuarto, que todas la mozas de todas las casas tropezaban entre los aspavientos de aquel miedo que era igual que un cosquilleo y que, a veces, daba como vergüenza. Se miraban al espejo y una y otra diciéndose las mayores alabanzas, y dejando pasar unos minutos últimos — aunque la campana de la iglesia ya había tocado la tercera— precisamente para entrar y que todo el mundo las mirara, hasta el cura que carraspeaba confundido. Pues así salían Justina y la prima cogidas de la mano y el duende dándoles un suspiro al talle. Y apenas se iban, ya casi ni tiempo de llegar al Evangelio, las tira dos piedrecitas al moño, tan laboriosamente compuesto, y se les deshace como un lazo. Siempre alborotando por el corredor. Las mozas y las niñas igual que un viento, cuando el duende entraba en las casas y por un tiempo no había medio de echarlo. A más de una se le quedó en el labio o en la barbilla la señal de una caída, cuando iban perseguidas a esconderse en el cuartín del corredor, locas y asustadas, entre gritos y risas. Y hubo entonces un concejo abierto para tratar el asunto del duente. Y allí unos y otros contaron las gracias y las desgracias. Para Celedonio y Román el de la Jacinta el duente tenía muy malas artes y al pueblo lo estaba volviendo patas arriba. Lo de las mozas no podían perdonarlo porque en ambas casas habían desaparecido enaguas y justillos y hasta un caso se había dado de una moza reidora, atacada de cosquillas donde sólo con el matrimonio por el medio pueden tenerse. A eso unían algunos estropicios: la natera llena de agujeros, dos carros de leña seca que había aparecido mojada por la mañana, el cabás de un sobrino del que desaparecían todos los pizarrines, el perro que no curaba el moquillo, y en los potes de la cocina los garbanzos del cocido todos negros un día sí y otro también. Para Cándido Valcárcel, Honorio y Jesús el de Amparo, el duende sólo hacía que jugar, enredar en cosas de poca importancia, y las mozas más le azuzaban que otra cosa. Porfirio el de la Corradina contó que a él cuando el duende le oía decir que iba a arar a La Callada apenas tenía que madrugar, pues todos los aperos le aparecían dispuestos: el yugo, las mullidas, el arao, los carnales, y los bueyes aguardando en el corral. Echaron así un buen rato a favor y en contra del dichoso duende. Y habló al final Cosme el del Otero que, como viejo y experimentado, sabía de otros duendes y de otros tiberios que habían armado. —Hay que engordarle un carnero en el monte —dijo Cosme—. Así se irá de la vega. Ya dice el refrán: «Duende zalamero, engorra de carnero.» Pagó el concejo el carnero y en el monte lo engordaron y con él se fue el duende, dicen que feliz entre las lanas. Aunque luego hubo de aquella otros duendes por otros pueblos de Babia, unos traviesos y otros más pendencieros y de peor ley. Y aquí, quien más quien menos, pensaba en las ovejas que el carnero habría preñado. VIII Adelaida Valero, la superviviente Oh vosotros, los pueblos en agonía, sois cual astros caídos, sois cual pálidas olas que se estrellan en esa costa dura de la noche. GEORG TRAKL, Cantos de Muerte. Yo aquí nací y no conozco más que este rincón, nunca salí y ¿pa qué quiero salir? Aquí somos muy babianos. Siempre, siempre estamos en Babia. Setenta y cuatro hice el veintiuno de mayo. Siempre, siempre en La Cueta. Esto fue perdiendo vecinos porque la gente salimos del sitio sin tener necesidad, será el afán de mirar lo que hay afuera para comparar con lo de dentro, ese afán de no estarse quietos, que es un azogue que hace que el ser humano sea el menos feliz de todos los seres, porque ni se conforma con lo que tiene ni con lo que imagina. Tanto moverse y ambicionar es lo propio para no estar conforme con nada, se lo digo yo. Si comprendiéramos que todos los días son iguales y que el mundo es lo que nos rodea a una pedrada de casa, otro gallo nos cantara. A cualquier sitio que uno va, que no es el suyo, a lo que va es a molestar, y de siempre por esta manía de zascandiles es por lo que el género humano tuvo todos los problemas, por andarse molestando como yo le digo, que es lo mismo que meterse en la casa ajena teniendo la propia y sin que a uno le llamen para nada. Aquí siempre se invernaron. Yo conocí aquí abiertas veinticinco puertas, veinticinco vecinos. Se moría la gente, que es lo que hay que hacer cuando llega la hora, y se la enterraba con todas las cosas necesarias: médico, cura y lo que faltase, no se crea que nos andábamos por las ramas. El que se iba se iba con todas las bendiciones puestas y si arriba no lo recibían bien, allá él, porque lo que es aquí de nada faltaba: el responso y la misa de difuntos y hasta alguna que otra copa a la salud del muerto y para el sosiego de la familia, que el aguardiente es bueno para aliviar las penas, sobre todo si es por el invierno. Total que aquí se invernaba, la gente tan contenta y el que más y el que menos de acuerdo con lo suyo. Pero ahora, con esto de la vida que se puso tan moderna, la gente empezó a decir que en los pueblos no se podía vivir, que se vivía mejor en las capitales, y esto se fue en decadencia. Basta que entre una idea, mejor o peor administrada, para que todos espantemos las que había: una idea fija es algo que nos hace prisioneros. Como cuando un mozo se la coge a una moza y no hay razones para derivarlo: la consigue como sea y por encima de lo más santo ella, como bien se dice, ya puede darse por jodida, le pete o no, lo guste o lo aborrezca. Aunque bien es verdad que esas ideas de amor son siempre más inocentes, aunque más de una vez llevan a la desgracia y son conocidos algunos crímenes famosos, porque del amor contrariado están llenos los cementerios del alma y las cárceles de la vida, según decían las hojas de aquel almanaque. Dos años invernarnos aquí mi hijo y yo solos, bien solitos. Cuando ya todos se habían ido y La Cueta estaba vacía, abandonada de Dios y de los hombres. Pero, claro, lo que pasa, que no es por estar solos, porque si no hay desgracia ninguna ni enfermedad, pues yo estoy muy bien con lo mío porque es donde tengo que estar, que aquí hay que mirar lo que tenemos, que en otro sitio no lo tenemos. Y entonces, claro, ya empezó a decir la gente: pues si os quedáis ahí a invernar solos, si algo os pasa, si esto si lo otro. Claro, yo soy vieja y si me pongo mala y se da el caso de un temporal de nieve, verdad, que el hijo vaya a buscar un remedio para mí, puedo yo morirme aquí que sería lo de menos, y a lo mejor él perece por los caminos. Fueron dos inviernos solos, solos en todo el pueblo, como le digo, mi hijo y yo, y se acabó. Buena pena me daba cuando la gente se marchaba, que a todos los vi irse, uno tras otro, pero le voy a decir la verdad: luego me habitué a aquello y estaba muy a gusto en mi casa, pero muy a gusto. Miraba por la ventana y veía la soledad, que es una cosa que no tiene cara. Cerraba los ojos y era una paz muy grande. Ahora ya bajamos a casa de un cuñao, ahí en Cacabullo, un pueblín que está un poco más bajo que este. Bueno, aquí ahora en verano hay siete vecinos. De abril a noviembre o diciembre. Luego unos van a La Vega, otros a la Pola de Somiedo. El ganao lo tenemos ahora aquí, porque venimos a La Cueta porque La Cueta lo produce y tiene mucho terreno, mucho pasto y muy bueno. Después lo llevamos y también hay que llevar la yerba. Y voy a decirle que no es nada rentable todo esto que hacemos. No es nada rentable porque se gasta en viajes todo, porque hoy todo el mundo cobra mucho, por llevar la yerba, por llevar la leche, por los camiones, por lo que les mandas hacer. Lo que era rentable era estar en La Cueta. Porque aquí no se murió nadie de hambre, ni se marchó por la falta de cinco duros. Se marchó por lo que antes le dije, una idea... Es la vida, que trae esto consigo, y se acabó. Y la vida no es sólo ella, es la gente, somos la gente: la vida es la misma pa mi modo de pensar. A quienes ya nos cogió con la edad cambiada, difícil será mudarnos por dentro. Pero, en fin, la vida es ese arroyo que se lleva la hoja que cayó del nogal: en la más amarilla me veo yo, y tan contenta de haber comido las nueces que pude. Sí, yo siempre aquí, ya le digo que no conocí otra cosa. Mis padres de aquí también fueron naturales. Mi padre estuvo nueve años en América, y luego vino y se casó con mi madre, que era de aquí, del pueblo. Así es que yo aquí viví, y lo que viví de la vida de antes lo recuerdo muy bien, porque la vida de antes es la mía, porque yo pienso que una vida quieta, así, es como si dijéramos una vida eterna, una vida donde el tiempo es como siempre del pasado, como si se estancara. Ya ve esas aguas de la laguna, algo las correrá por dentro, pero la superficie puede que sea igual, o a lo mejor es una ilusión, pero de ilusiones se hace la felicidad de los humanos, por lo que yo he llegado a conocer. Mi vida es la de siempre. Y aquí hacíamos una vida, pues tranquila, sin envidia ni nada, unos con otros, a lo mejor porque tampoco había nada que envidiar, que cuando se tiene poco es más fácil conformarse sabiendo que a todos les pasa lo mismo. Y es que todos necesitamos unos de otros, y el que es rico que no piense que no precisa del pobre, que todos necesitarnos. Y aquí se vivía del modo más natural que es el más antiguo, con la novedad, como ya dije, de que nadie pasaba hambre, de que todos teníamos las cosas más o menos organizadas del mismo modo, con el ganao y con la yerba de sobra. Y en invierno hacíamos una cosa que se llamaba filandón, en tres o cuatro casas, después de cenar, en las cocinas. Y allí se charlaba, personas que leían bien decían lo que leían, que no había tele ni había radio ni había nada. Romances cuántos contaban los viejos, y coplas y cuentos y las historias más peregrinas, esas de cuando el mundo todavía no lo era ni los prados y las vegas habían aparecido en Babia. También cosas que pasaron a nuestros mayores y asuntos picantes, de mucha gracia, porque el babiano es alegre y hay mucho recuerdo de las picardías. Pero aquella gente se murió y la de hoy ya no se dedica a eso, ni les gusta, es otro ambiente diferente. Sin embargo, esas cosas que yo he oído de aquella gente vieja me gustaría recordarlas todas y saberlas. Porque de esa gente soy yo, de la que ya quedó en el pasado, como si me hubiera visto suelta de su lazo, desprendida de ellos sin ser de aquí. Y me gusta charlar de aquello porque aquello es lo mío. Aquí lo duro es noviembre, diciembre y enero. Los meses más duros. Vendrán desgracias en otros también, pero esos son los peores. Un veinticuatro de enero estaba mi madre, que en paz esté, cebando el ganao, y mi abuela estaba haciendo las cebas en una cesta, mi madre llevándolas a las vacas de la cuadra. Y cayó de la nieve una avalancha, de esa parte de ahí, y pegó en la casa. Vino la avalancha, tal que le digo, y allí quedó mi abuela aplastada, que la tuvieron que sacar de dentro de la escombrera. Y un jatín que tenían pequeño. Y mi madre cuando llegó y vio aquello, hale, a tocar la campana. Mi abuela murió así, como tantos por estos altos. Yo no estaba nacida, ¿sabe? Y otro trece de enero también estaban de esa parte un matrimonio y tenían una sobrina que se llamaba Emilia. A esos los recuerdo, aunque yo era chiquillaja. Un trece, ya ve. Ella se llamaba Catalina y él Manuel, no tenían hijos, sólo la sobrina. La cosa es que seguía haciendo bastante nieve y torva, porque el aire la arrastra y la gente no puede salir. Y vino también la avalancha y allí los aplastó. Desque ya abrió el tiempo y se pudo toda la gente acudió para sacarlos. Y vino la gente de esos pueblos también. Y, bueno, ya empezaron a escombrar y a sacar y a sacar y no se sentía nada. Cuando una mujer dijo: callar que hay gente viva. Así ya fueron allí con mucho cuidado. La Catalina y el Manuel estaban muertos, pero la sobrina se conoce que se puso debajo de una viga, así en bango, y se puso allí la pobre y allí estuvo dos días y salvó. La cara que tenía nunca pude olvidarla, y desde entonces el temor se me hizo muy grande a la Dama Blanca, con la que siempre soñé de chiquillaja. Pero esa Dama, ya ve, ahora no me impone, ni me importaría irme con ella. Las noches del invierno de La Cueta fueron siempre suyas. En ellas reinó. Dos años le dije que aquí pasarnos el invierno, mi hijo y yo solos. Y casi un mes me tiré aquí sola, ¿no seré valiente? Mire, había muchas vacas y faltaban ocho pesebres en la casa del cuñao pa encerrar allí, en Cacabillo, las nuestras vacas. Y entonces el hijo principió a hacerlos como en noviembre, pero no estaban terminaos. Y el día once de diciembre ya se puso muy feo y el hijo estaba pa abajo, pa Cacabillo, donde ya teníamos trece vacas, y yo aquí algunas más, el cerdo, el burro, las gallinas y esos apaños. El hijo intentando acabar los pesebres y bajar todo el ganao y ya bajar los dos. Y en eso vino el invierno, el once de diciembre. Ya se puso tan feo, que yo como conozco el ambiente de estar aquí toda la vida, dije: bueno, el hijo mío está pa abajo, y yo creo que el invierno está encima y va a ser fuerte. Estaba barriendo la cuadra y ordeñando las vacas y de mal humor, lo reconozco, por el mal tiempo. Y ya nieva que te nieva, al otro día una nevada de agárrate que hay curva, y una torva terrible ¿eh? Yo dije: «Bueno, si ahora el hijo va por ahí se arrecirá, con el mal tiempo yo quedaré aquí.» Cayó la nevada desde aquel día y hasta el seis de febrero estuve yo sola aquí con la nieve, y mi hijo venía alguna vez a verme y estaba más preocupada yo por él, porque andaba por los caminos. Porque yo digo: «Si me muero estoy en mi casa, aquí me verán, ahora el hijo tendrán que sacarlo de entre la nieve, que es muy triste y doloroso y, además, otras cosas.» Asín que aquel año fue así. Yo sola en el pueblo. Y decía yo: Dios mío, si algo me pasa, cuánto lloré. Veía la nieve en las ventanas, en el baltial, una nevada terrible, la más grande en muchos años. Y aquella era una soledad distinta que, como las otras, no tenía cara, pero estaba más cerca de la muerte que ninguna. Y unas noches me tocaba con el miedo y me hacía respirar como espantada, y otras era como una paz que no podía distinguir del sueño. Y en ella venía mi abuela, todavía preparando las cebaderas como cuando la pilló la avalancha, y me hacía compañía, la pobre, aunque no hablaba, ni nunca dijo nada. En fin, lo que yo digo es que este pueblo no merecía haberlo abandonado. La gente se va. Nada más, digo yo, si no tengamos o tengan que volver los que marcharon un día. Porque la vida yo pongo esta comparación: subimos a ese chopo arriba hasta la cima y donde agarrarnos hay ¿no? Pero llegando a la cima tenemos que volver pa atrás. La vida lleva esa tendencia, según mi conocimiento. Ahora va, ahora viene la soga muy larga, todo, la juventud y todo, todo va así, y será bueno que vaya porque será que tiene que ir. Pero a lo mejor hay que volver. Yo miro mi pueblo y veo la nieve de cuando era niña. Me veo sola corriendo por la nieve. Una mañana alegre, de mucho sol, y mi madre me llama. Eso continuamente lo pienso y lo recuerdo y lo veo así. Y me da gusto soñar que volvieron aquellos tiempos que son los míos, aunque de sobra sé que estoy dormida. Agosto 1980-febrero 1981

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